Tal vez el mayor de los retos que poseemos los seres humanos sea vencer la inmediatez, es decir, poder ir más allá de las exigencias que nos va poniendo al frente el día a día y podernos proyectar un poco más allá. Me explico.
Se trata de no creer que la vida es solo un momento o una faceta de nuestra existencia. Lo primero es pensar que nuestro hoy, desaparece nuestro mañana. Es decir, pretender que lo que hoy hacemos, que las cosas en las que hoy nos ocupamos, son o serán las definitivas. Lo segundo, pensar que el único mundo existente es el del horizonte laboral o de nuestras ocupaciones. Y no es así, ni el momento actual será para siempre, ni lo que hoy hacemos lo haremos para siempre.
Hace muchos años, Marcuse habló del “ser unidimensional”, eso es lo que no debemos ser, tener una sola faceta, una sola dimensión, la aspiración fundamental de los hombres y de las mujeres de estos días, debería ser no creérsela mucho. No creer mucho que somos indispensables, no creer mucho que nuestra empresa o institución no puede operar sin nosotros, no creer mucho en que nuestra vida es el trabajo, el éxito o la érotica del poder.
Todo lo anterior para afirmar que deberíamos tener otras vidas, no hablo aquí del engaño o de las dobles vidas, hablo de la necesidad de tener una esfera íntima, entrañable, recinto último de humanidad al cual acudimos cuando el ajetreo cotidiano ya no nos permite dar más. El refugio de la confianza, del amor gratuito, donde ya no tenés que jugar papeles ni andar caretas de super héroe, el lugar donde solamente nos dedicamos a ser, no a hacer.
Razón, cuerpo, espíritu. Se trata del lugar del encuentro y de las tertulias sin tiempo, de las pantuflas y la copa de vino, de la película en el sillón o del almuerzo sin fin de un amable domingo. Se trata del lugar donde podemos vivir a la altura de lo humano, condición que no puede reducirse al juego de poder o a la jugada vivilla, sino a la gratuidad, a la fiesta, al puro disfrute de la vida y de quienes la comparten con nosotros.
Solo en la medida en que este lugar último del alma esté poblado, podremos aspirar a trabajar con ecuanimidad, a no pasar por encima del otro –ni dejar que nos pasen–, a pasar por la vida abriendo surco y dejando huella.
Vivir a la altura de lo humano, será entonces no ser unidimensional, recordar que cada dimensión de nuestra condición humana debe ser nutrida: razón, cuerpo, espíritu. Nutrirlos todos razonablemente, alimentando los sentidos cotidianamente, de lo bello, de lo justo, de lo verdadero, de lo bueno. Desarrollar nuestro proyecto vital, tomar decisiones, amar, caminar por la senda del humo de un buen café, cerrar los ojos mientras se posesionan de nuestro paladar las especies de un plato generoso, ascender detrás de unas notas musicales o escuchar la lluvia caer mientras nos enroscamos bajo las cobijas, todo eso es estar a la altura de nuestra humanidad, lo demás es… justamente eso: lo demás.