BERLÍN – Desde hace algunos años, se promueve cada vez más intensamente la creación de una “economía verde”, que presuntamente libraría al mundo de la crisis ambiental y económica continua, y anunciaría una nueva era de crecimiento sostenible. Pero se ha generado una controversia inesperada: muchos aseguran que es más de lo mismo encubierto en un poco de pintura verde. ¿Será que reconciliar los imperativos ambientales y los económicos es más difícil de lo que pensamos?
En una palabra: sí. La idea predominante es que la economía verde nos liberará de la dependencia de los combustibles fósiles sin sacrificar crecimiento o incluso alentándolo, como muchos sostienen. Pero por más atractiva que sea esta idea, no es realista, como lo mostramos en nuestro nuevo libro Inside the Green Economy .
No es que una economía auténticamente “verde” y próspera sea imposible. Pero el modelo predominante en la actualidad está centrado en soluciones rápidas y fáciles que ignoran la compleja interdependencia de los desafíos socioecológicos actuales. Además, reafirma la primacía de la economía, con lo que no reconoce la profundidad de la transformación necesaria.
En vez de transformar los procesos económicos y productivos con el enfoque en adaptarlos a los límites e imperativos ambientales, la actual economía verde busca redefinir la naturaleza para adaptarla a los sistemas económicos existentes.
Hemos comenzado a ponerle valor monetario a la naturaleza e incluirlo en los balances, de modo tal que la protección del “capital natural” (por ejemplo, los servicios ecosistémicos) compense el deterioro medioambiental, todo ello medido por una nueva moneda mundial abstracta, la métrica del carbono. Este modo de pensar se ejemplifica en la creación de nuevos mecanismos de mercado, como la compraventa de créditos de biodiversidad. Nada de esto impide la destrucción de la naturaleza, solo la reorganiza de acuerdo con los criterios del mercado.
Esta visión estrecha implica tantas falencias conceptuales que puede decirse que la economía verde es en gran medida pura cuestión de fe. El talismán más poderoso de sus fieles es la innovación tecnológica, que no es más que una justificación para quedarse esperando a que aparezca un invento que lo resolverá todo. Pero aunque la solución de desafíos complejos (ambientales o de otro tipo) demanda sin duda innovaciones e ideas nuevas, su aparición no es ni automática ni inevitable.
La innovación, particularmente la innovación tecnológica, siempre depende de los intereses y las actividades de sus protagonistas, por lo que hay que juzgarla en su contexto social, cultural y ambiental. Si los actores relevantes no tienen por objetivo la promoción de tecnologías realmente transformadoras, los resultados de la innovación pueden hasta reforzar el statu quo, a menudo mediante la prolongación del uso de productos y sistemas que no son aptos para resolver las necesidades de la sociedad.
Pensemos en la industria automotriz. Si bien logra producir motores cada vez más eficientes, los implementa en vehículos más grandes, potentes y pesados que nunca, con lo que el aumento de eficiencia se pierde por el “efecto rebote”. Y también está expuesta a la tentación de dedicar más energía a aprender cómo manipular las lecturas de emisiones (como Volkswagen y posiblemente otros) que a desarrollar vehículos auténticamente ecológicos.
La respuesta tampoco está en los biocombustibles. De hecho, el uso de biomasa como fuente de combustible produce severos impactos ecológicos y sociales en las economías en desarrollo, a la vez que extiende de facto la duración de una tecnología obsoleta como la de la combustión.
Es evidente que no se puede esperar que la industria automotriz lidere la reorganización radical que se necesita en el sector de transporte: el abandono del vehículo privado. Y esa es exactamente la cuestión. Si queremos desacoplar el crecimiento económico del consumo de energía y lograr una auténtica eficiencia en el uso de recursos en un mundo con nueve mil millones de personas (por no hablar de garantizar justicia para todos) no podemos dejar que la economía señale el camino.
En vez de eso, debemos ver la transformación verde como una tarea política. Solo un proceso político puede gestionar democráticamente –a través de instituciones auténticamente representativas– las diferencias de opiniones e intereses, guiado por el tipo de debate abierto con participación de la sociedad civil que es esencial en y para una democracia pluralista.
Pero no todos los países son democracias pluralistas. En muchos que no lo son –e incluso en algunos que dicen serlo–, los que luchan por un mundo más justo en términos sociales, económicos y ecológicos se enfrentan a una fuerte represión. Para que puedan cumplir su papel indispensable en la promoción de la transformación necesaria, es preciso que los países democráticos ubiquen el respeto de los derechos humanos básicos –como la libertad de expresión y de manifestación pacífica– en el primer lugar de sus agendas de política exterior. Estos derechos básicos son el fundamento normativo en el que deberá asentarse la negociación de estrategias transformadoras.
Después de todo, el mayor obstáculo a la transformación socioecológica que necesita el mundo no es tecnológico: mucho de lo que hace falta hacer (desde adoptar la agricultura orgánica hasta crear sistemas de movilidad en red que no dependan del vehículo privado) ya está a nuestro alcance. El problema real es la falta de voluntad política para implementar y extender el uso de esas innovaciones a las que se oponen intereses económicos creados. De modo que el desafío es sobreponerse a esos intereses particulares minoritarios y asegurar la protección del bien público, una tarea que a menudo corresponde a la sociedad civil.
Algunos dirán que es un error pedir una transformación radical en vez de cambios graduales: en una era en que el mundo se enfrenta a tantos desafíos apremiantes (estancamiento económico, agitación política, flujos masivos de refugiados) cualquier avance hacia la sostenibilidad debería considerarse una victoria. Cualquier solución pragmática y políticamente factible a la crisis ambiental debería ser bien recibida, no criticada.
Pero este modo de pensar implícitamente subestima la gravedad de la crisis ambiental a la que se enfrenta el mundo y presupone un cambio lineal, cuando la transformación necesaria tendrá que ser no lineal. Si bien algunas características de la economía verde (la conservación de recursos, la transición a energías renovables, ciertas innovaciones tecnológicas, el uso de incentivos económicos eficaces, por ejemplo, impuestos) son sin duda importantes, juntas no equivalen al cambio a gran escala que se necesita para proteger los intereses de la generación actual y las futuras.
La tarea a la que se enfrentan hoy las democracias del mundo es continuar el proyecto de la modernidad, con uso del conocimiento más actualizado sobre los límites del planeta, promoviendo al mismo tiempo una amplia participación democrática y reduciendo la pobreza y la injusticia social. No es empresa pequeña, y demanda pasión y tenacidad. Pero podemos hacerlo. El primer paso es reconocer las ataduras conceptuales y prácticas de la “economía verde”.
Thomas Fatheuer, exdirector de la oficina de la Fundación Heinrich Böll en Río de Janeiro, es sociólogo y filólogo.
Lili Fuhr dirige el Departamento de Ecología y Desarrollo Sostenible de la Fundación Heinrich Böll en Berlín.
Barbara Unmüssig es presidenta de la Fundación Heinrich Böll. © Project Syndicate 1995–2016