Si le creemos a más de un comentarista, para convertirnos en una nación próspera e igualitaria –como Finlandia u otra de la OCDE– basta con pagar más impuestos. Para ello, insisten en comparar la carga tributaria y el gasto público de Costa Rica con los promedios de ese club de países mayormente desarrollados. La prescripción es clara: hay que darle más plata al Estado.
El error fundamental de dicho análisis es que ignora por completo nuestro contexto institucional. Por eso resulta pertinente repasar el aleccionador caso de Brasil, que hasta hace poco era el faro ideológico de la socialdemocracia criolla, pero que hoy se encuentra sumergido en su peor crisis económica en casi un siglo –a la que se le suma un enorme escándalo de corrupción que ha salpicado a gran parte de la clase política–.
En un oportuno ensayo en el Wall Street Journal, los corresponsales John Lyons y David Luhnow detallan cómo muchos de los problemas que actualmente agobian a Brasil –pero particularmente el de la corrupción– son síntomas de un aspecto estructural clave: un gigantesco aparato estatal. El Gobierno brasileño consume el 41,9% del PIB, casi el doble que el costarricense.
No debería sorprendernos que una proporción significativa de la producción nacional bajo el control de la clase política brasileña se haya traducido en grotescos niveles de corrupción. Pero no es solo eso: a través de jugosos salarios y pensiones, el gasto estatal también favorece desproporcionadamente a los empleados públicos, al punto que Michael Reid, columnista de The Economist, escribe que “la distribución del ingreso brasileño sería menos injusta si el Estado no interviniera del todo”. Es decir, en lugar de cura, el Estado es generador de desigualdad.
El intervencionismo gubernamental no se limita a elevados niveles de gasto. A lo largo de la historia, la clase política brasileña ha visto al Estado como el motor del crecimiento económico, asignándole un papel protagónico como empresario, banquero y distribuidor de cuotas y privilegios para ciertos sectores productivos. El resultado ha sido un corrupto concubinato político-empresarial cuya consecuencia más palpable es un altísimo costo de vida, famosamente conocido como Custo Brasil.
Conociendo las particularidades de la realidad política costarricense, la pregunta que nos atañe es: si le damos más recursos al Estado, ¿a cuál país tenemos más chance de terminar pareciéndonos: a Brasil o a Finlandia?
Juan Carlos Hidalgo es analista sobre América Latina en el Cato Institute con sede en Washington. Cuenta con un BA en Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional y una maestría en Comercio y Política Pública Internacional del George Mason University.