Tras ser suspendida, no destituida, como presidenta, Dilma Rousseff ha reaccionado con fuerza, verdades, medias verdades y falacias. Pero ha dicho algo certero: “Está en juego el futuro de Brasil”. Lo malo es que ninguna opción a la vista garantiza que, al menos de inmediato, resulte promisorio. Los males son demasiado grandes; la crisis, colosal.
La esperanza se centra en que la institucionalidad mantenga su curso. Así ha ocurrido hasta ahora. El juicio político ( impeachment ) decidido ayer por el Senado no es un golpe de Estado: lo contempla la Constitución y se ha seguido el debido proceso. No lo generaron fuerzas externas: las razones son profundamente endógenas y se llaman malas decisiones, incompetencia y, sobre todo, corrupción. No surgió de una “conspiración neoliberal”: los opositores vienen de múltiples divisas, y tampoco es un atentado al pueblo, que la rechaza extensamente.
Sin embargo, y a pesar de su incapacidad para gobernar, los cargos formales contra Dilma no justifican el impeachment; los legisladores que lo impulsaron (y quienes lo rechazaron), están tan o más cuestionados que ella, y el vicepresidente que asumirá mientras se dicta sentencia luce una larga y turbia cola.
Todo esto ocurre en medio de la peor recesión desde el fin de la dictadura, un súbito y hondo retroceso social, desconfianza exacerbada y creciente enojo popular, por ahora, hacia ella y su gobierno, pero la volatilidad podría empujarlo en cualquier dirección con rapidez. El huracán, el terremoto y las plagas se han conjugado y se alimentan entre sí.
Los culpables inmediatos son Dilma y el PT, incluido su predecesor, Lula, por su errada política económica, su incapacidad de corregirla a tiempo y la exacerbada corrupción. Pero hay que añadir profundas disfuncionalidades de la arquitectura política brasileña, que se reflejan en un Legislativo tan corrupto como el Ejecutivo, y un Estado más depredador que creador de riqueza, que ha fomentado el clientelismo como variable clave del sistema.
La crisis es estructural. Dilma la representa a los ojos del público. Lo mejor sería que renunciara y hubiera elecciones. Pero su salida, inmediata o diferida, no garantiza la salvación. El gran futuro en juego, sí, es el de Brasil, y reclama un esfuerzo titánico.
(*) Eduardo Ulibarri es periodista, profesor universitario y diplomático. Consultor en análisis sociopolítico y estrategias de comunicación. Exembajador de Costa Rica ante las Naciones Unidas (2010-2014).