Maringá, desde donde escribo estas palabras, es una pujante ciudad al norte del estado de Paraná. También es el pueblo natal del nuevo héroe de Brasil, Sérgio Moro, el implacable juez a cargo del petrolão , el enorme caso de corrupción que ha sacudido a este país sudamericano y que tiene a la presidenta, Dilma Rousseff, luchando por su vida política.
El escándalo está relacionado con el desfalco masivo de Petrobras, el gigante estatal de petróleo, mediante el cobro de comisiones que terminaron en las cuentas de individuos y partidos políticos, en especial, del gobernante Partido de los Trabajadores. Según una auditoría oficial, el monto de la corrupción ascendió a los $2.100 millones. Rousseff era la presidenta de la junta directiva de Petrobras cuando ocurrió gran parte del saqueo, y, si bien no se ha demostrado su involucramiento directo, dos tercios de los brasileños quieren que el Congreso la destituya.
A la rabia generalizada por la corrupción, que ha dado pie a las manifestaciones más grandes en la historia del país, se suma el desasosiego por la economía.
Brasil prácticamente no creció el año pasado, y en el 2015 se prevé una leve contracción. La inflación interanual alcanzó el 8,2% en el mes anterior, lo cual ha forzado al Banco Central a subir la tasa de interés referencial a un asfixiante 13,25%. Con un déficit fiscal que se duplicó el año anterior a un 6,75% del PIB y una deuda pública que alcanza el 66% del PIB, Brasil en cualquier momento podría ver su calificación crediticia reducida a grado “basura”.
Hasta hace poco tiempo, los socialdemócratas latinoamericanos admiraban a Brasil por representar un caso emblemático de un gobierno de izquierda que no había desembocado en un desastre económico. Muchos de estos políticos salivaban por el intervencionismo estatal brasileño y en particular por su elevada carga tributara de casi un 36% del PIB. Uno de ellos, el presidente Luis Guillermo Solís, incluso le pidió el año pasado consejo sobre la lucha contra la corrupción al expresidente Lula da Silva, hoy investigado por trafico de influencias.
Brasil tiene muchas cosas que admirar, pero sus políticas económicas no son una de ellas. Los avances logrados en la década pasada en materia de reducción de la pobreza –gracias a un crecimiento estable impulsado, primordialmente, por el alto precio de las materias primas– están ahora en riesgo ante la ralentización de la economía.
El presidente Solís debería buscar mejores ejemplos en otras latitudes.
(*) Juan Carlos Hidalgo es analista sobre América Latina en el Cato Institute con sede en Washington. Cuenta con un BA en Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional y una maestría en Comercio y Política Pública Internacional del George Mason University.