El marxismo es hoy en día una ideología marginal, más allá de las excentricidades que podamos encontrar en algunos recintos universitarios. Ya casi nadie propone seriamente abolir la propiedad privada o nacionalizar los factores de producción. Sin embargo, esto no quita que un aspecto cardinal del ideario marxista siga teniendo un fuerte arraigo popular: la hostilidad hacia la empresa privada.
Lamentablemente se trata de un sentimiento bastante generalizado. Basta con ver cuán populares son las iniciativas cuya finalidad es joder al empresario, ya sea aumentándole los impuestos o cargas sociales, o haciendo cada vez más draconianos los controles y regulaciones que enfrenta.
Este rencor parece deber su origen a la prevalencia de la teoría marxista del valor, según la cual toda ganancia de los empresarios es producto del despojo que hacen de los trabajadores –quienes son los verdaderos creadores de riqueza–. Si bien pocos proponen la nacionalización de los medios de producción como solución –como lo hiciera Marx–, cualquier política que implique quitarles dinero a los empresarios y empoderar a los trabajadores frente a sus patronos –no importa cuán confiscatoria o arbitraria sea– es bienvenida como una corrección a esta “injusticia social”.
La educación pública probablemente sea la responsable de lo extendida que es esta cosmovisión, pues desde temprano inculca la noción de que existe una relación conflictiva entre empresario y trabajador. Al final de cuentas, los programas de estudio siempre describen a las “conquistas sociales” en términos de lucha de clases, al tiempo que minimizan –o ningunean por completo– el papel que juega el emprendedor en una sociedad, el cual trasciende el simple aporte de capital e incluye la toma de riesgos, la identificación de oportunidades y la innovación de productos y servicios que mejoran la calidad de vida de los demás.
Esto no quiere decir que el empresario sea un querubín por naturaleza, o que deba estar exento de pagar impuestos o cumplir regulaciones. Igualmente hay que señalar que en Costa Rica su mala fama está asociada al hecho de que un sector nada despreciable del empresariado es mercantilista y debe su fortuna a mercados cautivos y subsidio estatales. Pero si queremos dar un salto definitivo al desarrollo, debemos superar ese sesgo marxista que percibe a toda la actividad empresarial como inherentemente expoliadora.