La negligencia y la anarquía con que funcionarios toman decisiones que al final causan millonarias pérdidas al Estado debería ser un delito puntual.
Es verdad que el Código Penal tipifica esas conductas, pero ni con los dedos de una mano se cuentan las condenas. La sanción existe, pero en el papel. La impunidad es total.
La Contraloría General de la República gira órdenes a ministerios y autónomas para que sancionen el despilfarro producto de los descuidos o la irresponsabilidad de funcionarios; las instituciones, sin embargo, tienen dos excusas: «No hay elementos suficientes» o «ya no laboran en la entidad». Y así, de caso en caso, cero consecuencias.
El que pierde es el Estado. Nosotros, los contribuyentes, asumimos la factura. Quizás porque quienes pagamos impuestos nunca reclamamos, nada pasa.
También, en ese sentido, somos negligentes, porque vemos el dinero dilapidado como ajeno y los funcionarios que lo malgastan, igual. Siguen en fiesta.
Lo ocurrido a la construcción de la carretera de 27 kilómetros entre Chilamate y Vuelta de Kooper es el patrón en cantidad de obras y contratos estatales.
Un proyecto calculado en ¢25.000 millones costó ¢42.000 millones debido a la caótica gestión de funcionarios del Ministerio de Obras Públicas y Transportes (MOPT). El error nos cuesta ¢17.000 millones y, pese a que la Contraloría exigió identificar responsables, vino la excusa: «No hay elementos suficientes».
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Lo mismo respondió el MOPT en el 2017 por los fiascos en reparaciones del puente de la platina, en la General Cañas. Allí, se botaron $4 millones entre el 2009 y el 2013 en dizque arreglos, y las sanciones a los funcionarios que incurrieron en negligencia, conducta omisiva y faltas administrativas quedaron en el aire.
Los castigos ordenados por la Contraloría o el Tribunal del Servicio Civil nunca se cumplieron porque los ingenieros se pensionaron, renunciaron o abrieron procesos judiciales para alargar todo.
Está clarísimo. Si un funcionario causa pérdidas millonarias al Estado, queda impune. Por eso, la negligencia es cosa común, porque todos lo saben: ningún empleado público va a la cárcel por más grande que sea la torta.
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