Todos los días pasan cosas, pero hay días, hay momentos, cuando una suma de acciones y de reacciones frente a ellas producen los big bangs de la historia. Por ejemplo, el 18 de abril de 1521, fecha en la que Lutero compareció ante Carlos V, fecha muchísimo más importante que el 31 de octubre de 1517, efeméride de la que acabamos de celebrar 500 años y que convencionalmente marca el inicio de la Reforma protestante.
Lo de 1521 fue más importante: dos trayectorias vitales colisionaron ese día, dos subjetividades (con sus circunstancias, claro) generaron, repeliéndose, dos modos de ser en el mundo, dos (para seguir a López Aranguren) “talantes” y dos Europas, la del norte, protestante, y la del sur, católica.
Carlos, con solo 21 años, es el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Es su primer acto oficial tras ser electo, sin que aún haya sido coronado. Va rumbo a su coronación, pero se le atraviesa la Dieta de Worms, una reunión delicadísima con los representantes de sus vasallos, entre ellos el príncipe elector Federico de Sajonia, que había votado por él, pero era protector de Lutero, a quien Carlos ha citado a la Dieta para que se retracte. El Papa ya había emitido dos bulas y había excomulgado a Lutero. Ahora presionaba al emperador para que lo apresara y lo enviara a Roma para ser juzgado por la Inquisición.
Carlos es hondamente católico. Heredero de una tradición familiar distinguida por la defensa de la fe. Nieto de los reyes católicos, de los que ha recibido una península ibérica por fin libre de reinos musulmanes y todo un continente, es, también, gracias a su abuelo paterno, la autoridad suprema de Europa occidental y central.
Poderoso y devoto. Tanto como para obligar a su madre, Juana la Loca, encerrada en Tordesillas, a recibir los sacramentos aunque fuera mediante tortura. Tanto como para, en lugar de morir en el trono, abdicar a los 55 años y retirarse a un monasterio. Su hijo, Felipe II, no moverá un dedo para impedir que la Inquisición acabe con el que fuera capellán de su padre, Ponce de la Fuente, por su luteranismo encubierto.
Su prima y nuera María I de Inglaterra, nieta también de Isabel y Fernando, quemará en la hoguera a 300 protestantes, ganándose el mote de Bloody Mary. A Carlos su estirpe le marca una misión: asegurar la concordia de toda la cristiandad unida por una fe.
Antítesis. Lutero es su antítesis. No solo porque está incendiando el mundo, sino porque, aunque también es profundamente religioso (“un homo religiosus genial, trágico, que debió afrontar dificultades interiores y exteriores casi insolubles”, dirá el historiador católico Joseph Lortz), a sus 37 años ha renegado de todas las expectativas puestas en él, construyendo su libertad en una desgarradora tensión contra su padre biológico (Hans), contra su padre espiritual (Staupitz) y contra el Santo Padre de Roma. Contra el Papa desarrollará un odio (ingenioso y fecundo) sin límites. A Staupitz y a su papá, aunque se les rebele, los amará hasta el final.
Los pequeños empresarios de la minería, como Hans, creían que el conocimiento de leyes era vital para el negocio. Invirtió mucho dinero en la educación de Martin. Una apuesta, porque era dinero que no invertiría en sus otros hijos: ¡El ahorro de dos años de fundición! De ahí el enorme disgusto que le provocó que abandonara los estudios de Derecho para ingresar a la orden de los agustinos. Luego Hans se fue endeudando con inversores y banqueros, hasta que no pudo pagar sus deudas y, ya en 1520, terminó trabajando para ellos en sus refinerías de plata.
De modo que Lutero llega a Worms no solo sabiendo que probablemente lo quemarán vivo, sino, además, que su ascenso en la orden de los agustinos, su doctorado en Teología y su cátedra en la Universidad de Witemberg, que quizá habían aplacado un poco la decepción de su papá, también se convertirían en cenizas.
Carlos también está tenso. Al ver a Lutero murmura: “Este monje no me convertirá en un hereje”. No puede desairar al Papa, pero tampoco a los príncipes alemanes. Francia invade España por el norte, los comuneros se sublevan en Castilla y Cortés tortura a Cuauhtémoc en Tenochtitlán sin que, desde la península, pueda controlarse lo que hacen los expedicionarios al otro lado del Atlántico. Más grave aún: los turcos están a las puertas de Viena. A Carlos le urgen tanto el acuerdo político como la unidad de la fe.
Libertad de conciencia. Luego de que le ordenaran dejar de argumentar y le exigieran una simple respuesta a la pregunta “¿se retracta o no?”, la sala abarrotada enmudeció y Lutero habló: “A menos que me convenzan con las Escrituras o por medio de una razón evidente, y no por Papas y concilios que a menudo se contradicen, mi conciencia es cautiva de la palabra de Dios. No es justo obrar contra la propia conciencia. No quiero y no voy a retractarme de nada”.
Los pocos que todavía creen a Lutero un oportunista (hoy hasta el Vaticano reconoce la honradez de su fe y la validez de sus críticas) deberían replanteárselo frente a esta imagen. Es la imagen de la libertad de conciencia frente a la autoridad. Es la imagen de la libertad de pensamiento frente al dogma. Y es la imagen de la fuerza de la razón (no porque la tuviera ni mucho menos porque la estimara, sino porque su apoyo eran sus argumentos) frente a la razón de la fuerza.
He ahí el embrión de la autonomía de la voluntad occidental y de la Ilustración. Ni Kant ni Voltaire se entienden sin Lutero y, en la suya, que más que reforma fue una revolución, están prefiguradas las más importantes de la época moderna.
Carlos declaró que sus “ancestros (…) nunca negaron su obediencia a la Iglesia de Roma”, y condenó a Lutero. No pudo apresarlo, pero lo condenó, y sospecho que, con ello, condenó también a España y a los pueblos que estaba conquistando.
Para Ortega y Gasset, el problema de España es “la falta de independencia intelectual y el culpable irrecusable de todo ha sido el dogmatismo feroz de nuestra religión, que ha perseguido todo lo que signifique independencia y originalidad intelectual”. Por eso lamenta el “daño horrible, mortal acaso, que ha hecho a España el catolicismo”.
Si Carlos hubiera escuchado a Lutero con una actitud abierta, probablemente España y la América hispana hubieran tenido una historia distinta. Otra ética del trabajo, mayor valoración de la libertad de pensamiento y una concepción más fuerte de los límites de las autoridades religiosas en la vida civil, que, quizá, habrían generado un desarrollo más temprano y potente del capitalismo y de la investigación científica, así como un arraigo más profundo de la democracia liberal.
¿Seríamos mejores? Diferentes, pero no estoy seguro que mejores. El protestantismo, como cualquier otra ideología, generó sus propias desmesuras y patologías. No somos capaces de controlar, ni siquiera de anticipar, la evolución que tendrán nuestras ideas. En el movimiento acabó por imperar el rigorismo moral de Calvino, tan contrastante con la actitud extraordinariamente positiva de Lutero hacia el cuerpo y la sexualidad humanas.
Pronto se impuso la iconoclasia de Karsltadt, que explica por qué Oslo es tan sin gracia frente a la exuberante Barcelona de Gaudí, ferviente católico. Y lo peor, el protestantismo, mayoritariamente, devino en fundamentalismo. A diferencia de esos creyentes absolutamente seguros de poseer la verdad porque todas las mañanas Cristo les habla mientras hacen gárgaras, Lutero nunca dijo que Dios le hablara.
Duda y fe. En palabras de Lyndal Roper, aunque oraba muchas horas del día, “eso nunca le proporcionó una feliz certeza: Lutero entendía que la duda era inseparable de la fe”. No en vano Harold Bloom (La religión americana) dice que esa extasiada mezcla de entusiasmo, gnosticismo y orfismo, del neopentecostalismo, no es, en realidad, protestante.
De modo que la Reforma, en esos aspectos (y en otros más) fracasó. Pareciera que todas las revoluciones acabarán traicionándose a sí mismas. Todas. A los cien años de la Revolución rusa, un zar plebeyo se apresta a auspiciar el Mundial de Fútbol, y, como decía el luterano Kierkegaard, en la cristiandad la cruz ha quedado reducida a una trompeta de juguete. Es como si todos nuestros intentos por levantarnos de nuestro encorvamiento moral estuvieran condenados al fracaso. Y esto sí que lo tenía claro Lutero. Fue, creo, la única convicción que conservó inamovible desde el monasterio hasta su lecho de muerte: los seres humanos estamos perdidos y no hay nada que podamos hacer para salvarnos.
El autor es abogado.