Digamos, solo por decir, que un buen día la esperanza se cansó de ser lo último que se pierde. Lo de siempre, se dijo, no tiene que ser lo de hoy. Ese día, que era bueno porque ocurrió lo que estoy a punto de contar y porque ya les dije que era un buen día, la esperanza tomó la iniciativa. Así de sencillo. No esperó a que todo lo demás estuviera perdido para actuar. Simplemente se adelantó a los acontecimientos.
No es que pasaron grandes cosas, eventos de esos que se hablan por los siglos de los siglos. Diría que fue, más bien, una cascada, o mejor dicho, un aluvión de pequeños acontecimientos: aquel se levantó pensando que hoy sería un mejor día, la de la ventanilla se propuso ayudar y dejó olvidado el “no se puede”, otro organizó que la comunidad limpiara el botadero en el lote de la esquina y una universidad graduó a tres mujeres ingenieras físicas, las primeras en una nueva disciplina. Incluso, aquel recibió una mala noticia y se convenció de que no lo hundiría. Y alguien lo arropó.
Pasó que la esperanza decidió salir de la caverna y asomarse a la vida de todos. Se fue de excursión de a callado, sin grandes revelaciones místicas. Pensemos más en un leve soplo que acarició a muchos y varió el curso diario de sus vidas. Que, a veces, los mismos problemas, vistos y vividos desde otro ángulo, dejan de ser iguales, aunque sigan igual de complicados. Claro que la noticia, dada a conocer ese día, de que la deforestación de la cuenca del Amazonas bajó a mínimos en el último año, un acontecimiento global, ayudó a la ilusión, pero, la verdad, el Amazonas queda muy lejos y cuesta relacionarlo con nuestras vidas cotidianas, aunque tenga todo que ver con nosotros.
¿Por qué tenemos esperanza? Unos sí y otros nunca. La tienen los religiosos y los ateos, los de arriba y los de abajo, los conservadores y los revolucionarios sin saber ni cuándo, ni cómo. Y, cuando la tenemos, ¿es que caemos en una especie de estado de locura, de negación de una realidad (la objetiva, la vivida o la construida) que se emperra en mostrarnos caminos duros e inciertos? Más aún, ¿es la esperanza un autoengaño, una filosofía de vida o una práctica cotidiana? Son preguntas, tan abstractas como concretas, que hoy me han asaltado, sin verlas yo venir. Pero debo planteármelas porque, en un mundo tan enredado como el que vivimos, si no me las hago, la esperanza es lo primero que puedo perder.
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El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.