Aún recuerdo la expresión del oficinista cuando recibía los papeles de mi mamá, quien me llevaba al Seguro Social, como se le decía entonces a la CCSS, y el médico de turno terminaba diagnosticándome la eterna inflamación de las glándulas.
La cara seca del oficinista aumentaba el temor que sentía de niña al enfermarme. Tengo fresco en mi mente el semblante del oficinista porque en mí, como en muchos de ustedes, la relación con los demás deja huella.
La impresión causada por la convivencia, es decir, el lazo social, habla no solo de una consecuencia, sino también de un deseo. Aquel que nombra el tipo de relación que, como país, queremos tener.
Puedo enumerar circunstancias parecidas, ocasiones en que he entrado en una tienda, saludo al dependiente y este responde con cara de “¿y ahora qué quiere?”.
Pregunto por algún producto y me devuelven un “¡claro que sí, con mucho gusto!”, pero con el mismo tono de reproche con que me reciben, sin responder mi saludo.
Como ustedes, también he vivido la incomodidad de que en un restaurante la mesera, con su lenguaje corporal y tono, me haga sentir culpable; o aunque no tantas veces, lo confieso, en que ofrecí el asiento a algún señor que cargaba grandes paquetes y reaccionó mandándome a calmar; o ir a la playa y elegir un lugar recóndito para que a los cinco minutos se llene de jugadores de fútbol, pongan Julieta, ta a todo volumen y compitan con la música contando asuntos que debieran ser de interés privado, también a todo pulmón.
Casi todos los días, al cruzar una calle colmada de vehículos, ninguno de los que termino adelantado a pie me deja pasar, o si lo hacen me arrean como ganado.
Ni que decir de salir a cenar con alguien y que hable con la boca llena y el tenedor en la mano, acompañando con su movimiento el énfasis de sus palabras y a punto de pincharme un ojo.
El todo incluido de los hoteles más parece una llamada a los hambrientos que se atraviesan y tropiezan, unos con otros, con sus platos atiborrados de una comida que, en parte, terminará en el piso.
Ni pensemos en la gente que habla en los cines, tienen la pantalla del celular brillando durante la película, ingresan tarde y pasan golpeando las piernas de quienes llegamos puntualmente.
Desconsideración hacia los demás
Lo anterior denota un tipo de vida cotidiana que, según el filósofo francés Henri Lefebvre, se compone de horas, días, semanas, meses y años con su tiempo plural: fluido, lento, monótono, fascinante, aburrido, repetitivo, trivial. Fragmentos que en Costa Rica la mayoría de las personas completan con gestos que se traducen siempre en una desconsideración hacia los demás.
Si tuviéramos que contar, como sugiere Lefebvre, tendríamos que contabilizar grosería tras grosería, señales de un total menosprecio hacia la comodidad y el bienestar de los otros.
Es decir, es la vida cotidiana que constituye determinado vínculo social. ¿Qué somos sin los demás? Nada, ya se sabe, pero ¿qué llegamos a ser con ellos? Parece que no mucho. ¿En qué tipo de sociedad nos convertiremos tratándonos así?
Agnes Heller, filósofa y socióloga húngara, partía del supuesto de que los seres humanos se reproducen en su particularidad a partir de la construcción de lo social, y esto último desde la vida cotidiana.
Así, el retrato que dibujé al principio mostraría un tipo de país donde los demás no cuentan mucho. Porque, como también afirmaba la pensadora húngara, se puede estar en el mundo implicándose o no, hacerlo de forma positiva o negativa, activa o reactiva, directa o indirecta, intensa o no.
Esto es tomar en consideración a quienes nos rodean y lo que les ocurre, o ser indiferentes.
La clase de lazo social (o nudo, como le llamaba Rousseau) de un país está estrechamente relacionada con la forma como el gobierno ejerce el poder. Lo afirmo volviendo a ver a Zapote, y se entiende por qué la mala educación se ha puesto, al parecer, un aura presidencial.
Ya sea que nos relacionemos por gusto, obligación o interés, nuestra aspiración debería ser contar con un piso mínimo de cortesía donde se acepte un poco de odio y muchas contradicciones, pero nunca al punto de romper o debilitar tanto el lazo social que impida el consenso básico para fortalecer la democracia y la justicia social, ni que dé cabida a la violencia social que nos caracteriza cada vez más, desgraciadamente.
Amor y cuidado
Uno de los aspectos cotidianos de nuestra cultura es la dificultad para agradecer un favor o una cortesía. Que en su lugar, como escribí en otra columna, se coloque un “tranquila”: “Deme un momento y ya le respondo, tranquila”; “puedo recomendarla con la directora si quiere, tranquila; “pase adelante, tranquila”; “yo puedo encargarme de grabar el video, tranquila”.
¿Qué decimos cuando mandamos a la gente a tranquilizarse como respuesta a su gentileza? ¿Qué les negamos?
Según la filósofa francesa Catherine Chalier, cuando agradecemos, estamos reconociendo la existencia de una asimetría entre quien da y quien recibe, y ello resulta intolerable.
Ahí podría estar una de las claves de la grosería. No agradecer porque negamos la deferencia de reconocer que alguien tiene algo de lo cual carecemos, o peor aún, algo que necesitamos. Porque vernos tan igualiticos, en el fondo, es mirar a los demás como inferiores.
No obstante, todo tipo de comunidad implica un pacto que envolvería mucho de civilidad. Pero también de la capacidad para lidiar con las desavenencias, de renunciar a los deseos de ser igualiticos.
No hay comunidad sobre “el sálvese quien pueda”, como advirtió Rousseau en el siglo XVIII, de forma hermosa y dramática: “Cuando el vínculo social se ha roto en todos los corazones; cuando el más vil interés se ampara descaradamente bajo el nombre sagrado del bien público, entonces la voluntad general enmudece y todos, guiados por motivos secretos, dejan de opinar ya como ciudadanos, como si el Estado no hubiese existido jamás”.
Existe gente que está viva porque respira, pero de Jeong Su-in, protagonista de la serie Parásitos, se dice que para estar viva necesita el amor y cuidado de los demás.
Porque, de acuerdo con Émile Durkheim, para que los seres humanos sean garantes mutuos de sus derechos, es indispensable que se estimen entre sí y quieran a la sociedad de la que son parte.
Estando las cosas como están, no sé cuál sería el pegamento que nos una con un poco de afecto, pero deseo que no prevalezcan los idiotas, los que la Grecia clásica definió como sujetos inquietados únicamente por sus propios intereses.
La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.