El poder de Estado, la correlación de fuerzas sociales y políticas, se ha transformado aceleradamente ante la diferenciación social y la incapacidad de los actores políticos para promover el rumbo de la convivencia nacional.
Aunque las transformaciones económicas no han generado procesos de pauperización absoluta, tampoco han logrado disminuir la pobreza. La desigualdad crece y sectores de la ciudadanía parecen ir quedando atrás en un mundo donde la revolución digital premia el conocimiento. Además, la economía se ha diversificado en las últimas décadas, y surgen nuevas figuras con nuevos intereses en el terreno de lo público.
La desigualdad no viaja sola, se acompaña de una de las emociones políticas más intensas: el resentimiento. Quienes se sienten en desventaja ven con encono el ascenso de los que logran insertarse en los nuevos procesos, con prestigio, influencia y oportunidades asociados.
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Los partidos políticos, acostumbrados a operar en una sociedad con demandas simples y reducidas, no logran adaptarse y mantienen sus viejas políticas clientelistas, incapaces de responder a la diversidad de las nuevas identidades sociales y atados a viejas simbologías sin significado.
Ante una política que ha dejado de ser exclusivamente redistributiva, han de incorporarse permanentemente elementos de carácter cultural, como lo demuestran luchas recientes por la diversidad sexual, El Estado laico, el bienestar animal y el matrimonio igualitario.
Indicadores de la debilidad de los actores políticos. Desintegración del sistema de partidos sin aparición de nuevas y sólidas estructuras. Pasamos del partido hegemónico al bipartidismo y, luego, a un multipartidismo centrífugo. Las identidades partidarias se han desplomado y el elector transita, desorientado, de estructuras partidarias disminuidas a efímeras o a partidos taxi.
En el plano electoral, esto se manifiesta en inconstancia del voto, se cambia con gran facilidad de preferencia partidaria y de candidatura en el curso de una misma campaña, las capas rocosas del bipartidismo se disuelven en la liquidez de las redes, los telenoticiarios y personalidades mediáticas.
Consumismo político. La búsqueda de lo nuevo ha llevado a consumir productos políticos sin examen alguno de su calidad. Los errores y actos corruptos de algunas figuras públicas ha incrementado la desconfianza, lo cual alberga una paradoja peligrosa: la gente dice no creer en nada, pero puede llegar a creer en cualquier cosa, mientras tenga alguna apariencia de novedad y se oponga a lo viejo, desgastado o cuestionado.
Se pierde entonces legitimidad política, el ciudadano busca formas organizativas de convivencia lejos de los partidos. Aparece, también, la tentación ingenua de acudir a un mesías, capaz de solucionar mágicamente todos los problemas sin otro recurso que el voluntarismo autoritario, sin visión del mundo global y del futuro del país. Serios problemas, como la inseguridad, pretenden resolverse atropellando libertades, sin perspectiva sobre política social o educación.
Aparato de Estado. Las debilidades del poder de Estado se conjugan con las dificultades en y del aparato del Estado. La crisis internas de las instituciones y en su relación con la sociedad expresa, por un lado, la conflictividad entre actores sociopolíticos, pero, también, la imposibilidad de las instituciones para cumplir con sus propios fines o funcionar de acuerdo con sus propias reglas, lo que evidencia una crisis seria.
Todo indica que la fragmentación legislativa se repetirá y, en consecuencia, la aprobación de leyes necesarias para solucionar problemas de carácter general continuará siendo dificilísima. Es así como el multipartidismo centrífugo entra en conflicto con las perspectivas de gobernabilidad del Estado.
La relación tensa del nuevo presidente con el Poder Legislativo es previsible y complicará la gobernanza, máxime si la fragmentación llega a implicar el desplazamiento, fuera del Congreso, de fuerzas afines a los sindicatos. Esto incrementaría la posibilidad de revivir episodios agudos de oposición extraparlamentaria, que exigirán gran prudencia de parte del Ejecutivo y de las principales fracciones en Cuesta de Moras.
El sector privado organizado está ausente de la discusión pública y su acción se limita a meras reivindicaciones gremialistas sin visión a largo plazo.
A lo anterior, se suma la crisis de la Corte Suprema de Justicia. Los procesos internos de investigación disciplinaria revelan la existencia de contradicciones en su cúpula, mientras que la promiscuidad abierta entre algunos de sus actores con miembros de otros poderes la dejan expuesta frente a actores externos con pulsiones autoritarias.
Las contradicciones entre distintos poderes no hacen sino alimentar la crisis de la institucionalidad. Situaciones como la comparecencia de miembros de la cúpula judicial ante una comisión de investigación legislativa, el llamado a los diputados a declarar frente a una magistrada instructora de un proceso judicial, así como la lentitud del Legislativo al asumir el nombramiento de los magistrados suplentes y las vacantes en la Corte, son ejemplos que revelan disfunciones significativas.
La dispersión burocrática de nuestro Estado complica, aún más, el panorama. El archipiélago institucional hace que el Estado parezca más una colección de feudos que una maquinaria bien aceitada y con objetivos claros.
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Elecciones y crisis sistémica. El actual proceso electoral refleja este complejo escenario social y político. No es posible leer la dispersión en la intención de voto y la diversidad de propuestas políticas fuera del marco de esta crisis sistémica que se inició con el siglo y que no parece terminar de reacomodar sus nuevos componentes.
El bazar político es variado: evangélicos purificadores, profetas reconstructores, socialdemócratas globalizantes, neoliberales conservadores, libertarios viviendo del presupuesto, resurrecciones calderonistas, continuidad de cambios difusos y frustrados, marxismos reciclados en la ecología, Iglesias interviniendo indirectamente en el proceso electoral. Nuestra fauna política casi emula una canción de Sabina.
Instituciones, actores y cultura. Las reglas con las que direccionamos nuestra convivencia (instituciones) funcionan, aunque con serias limitaciones (deslegitimación). Es imperativo corregir algunas de ellas, pero la terapia política pasa también por los actores (partidos y sociedad civil) y la cultura política.
Pasadas las elecciones, el país deberá entrar en un intenso diálogo político, liderado por las fuerzas triunfadoras, sin exclusión alguna, con miras a lograr acuerdos específicos, y un gobierno de coalición y unidad nacional. Difícil, pero no imposible.
Los actores políticos deben proponer soluciones de fondo y, sobre todo, viables, ante grandes problemas como la infraestructura, el déficit fiscal, la inseguridad y el estancamiento en el combate a la pobreza. Sin embargo, sin fuerza político-electoral todas las buenas intenciones no irán mas allá de las comisiones legislativas. Por otra parte, la publicidad frívola o la promesa populista anclada en la demagogia y en salvadores providenciales son espejismos peligrosos y, peor aún, falsos.
El personalismo, el electoralismo cortoplacista y las promesas sin contenido no harán sino agudizar la crisis actual. Los medios de comunicación tienen la responsabilidad de promover el debate y la información objetiva, más allá del interés por la última encuesta.
Los costarricenses debemos estar conscientes de que estas elecciones se decidirán, probablemente, en segunda vuelta. Entonces, abriremos caminos que determinarán el futuro global del país por las próximas décadas.
No podemos fallar: debemos escoger la avenida de la democracia y de las libertades, lejos de las rutas torcidas de la demagogia y del autoritarismo.
El autor es politólogo.