Cuando expresamos en lenguaje nuestras ideas o intentamos dar cuenta de nuestra vida, las palabras se entrelazan como los hilos de un tejido que van formando una frase, que es similar a una combinación de colores, a una imagen dibujada por el lenguaje y, finalmente, algo nuevo aparece.
Puede ser un sentido, una emoción, una lamentación. No importa lo que sea, lo que cuenta es que nos habla de nosotros, porque expresarse en palabras significa salir de sí mismo para donarse a otros.
¿Qué impacto tiene lo que decimos en el que nos escucha o nos lee? No lo sabemos; primero, expresamos lo que queremos decir, y en el mundo ajeno comienzan a pulular ideas, razonamientos y experiencias personales que no conocemos de antemano.
Solo nos tenemos a nosotros mismos para imaginar cómo algo dicho puede afectar la vida del otro. Pero una vez expresadas, las palabras tienen vida propia, y apenas si pierden algo de libertad cuando son interpretadas por otra mente.
Las palabras pueden tener una fuerza impresionante, porque generan cambios en la forma de pensar, en el actuar de otros, en la manera como imaginamos o transformamos el mundo.
Hay frases, cuentos, ensayos, novelas, poesías y miles de otras posibilidades de comunicación que producen emociones y pensamientos.
Parábola del sembrador
Pero la libertad de las palabras expresadas no tiene piedad: todo depende del suelo donde caen. Como en la parábola del sembrador de los Evangelios.
Se esparce una semilla de comunicación y el resultado depende de las tierras. El famoso sembrador de la parábola salió de un lugar indeterminado, con el objetivo de sembrar, pero no se dice nada en el Evangelio si él preparó el terreno o si estaba consciente de su delimitación.
Este es un dato interesante, que nos habla no solo de la respuesta del suelo, sino también del comportamiento sorprendente y hasta arriesgado del sembrador.
Notemos que no se habla del tipo de semilla o de la técnica empleada para sembrar. Es como si las semillas simplemente se dieran, sin ton ni son, como si no importara que cayeran en un terreno indeterminado, parecen caer por casualidad.
En efecto, las tierras aparecen pasivas, como simples receptoras. Lo que ocurre después oscila entre la calidad del suelo o del crecimiento potencial de la planta. Es todo un misterio ese sembrar, a veces descuidado, pero, al final, productivo en demasía.
Intenciones del sembrador
Podemos ver la parábola desde otro punto de vista: el de las intenciones del sembrador. ¿Qué pretende al sembrar? No se nos habla de cosechas, ni de ganancias, ni mucho menos de cálculos sobre el futuro.
El sembrador se contenta con el simple sembrar. Es como si quisiera comunicar una vida que posee, pero sin pensar mucho en las consecuencias que tendrá semejante donación.
La parábola no se detiene en las consideraciones profundas del sembrador, deja al lector asumir un criterio de juicio. Empero ¿se puede juzgar algo tan simple como el deseo de sembrar? ¿Se puede juzgar el ansia de comunicarse, aunque ello no implique un porqué definido y unos planes para alcanzar un resultado?
Comunicar, contar una historia o contarnos a alguien es como el sembrar singular de la parábola. No son importantes los juicios de valor, sino la acción fundamental: salir.
Sí, el sembrador no se quedó en donde estaba, decidió aventurarse a un espacio distinto —diferente al de su propia seguridad— para comenzar a ejercer su razón de ser.
Sí, otro pequeño detalle, nuestro personaje parabólico se describe a partir de los términos de su acción. Es solo un sembrador. Ni siquiera aparece al final recogiendo los frutos producidos, se dan indicaciones solo de los resultados de la tierra buena sin un balance sobre lo perdido y lo recogido. Medidas, pero no personajes que miden.
¿Alguien puede medir el alcance de la comunicación? ¿No será que las mismas posibilidades de crecimiento truncadas sean a su vez comunicación eficaz?
Comunicar no es simplemente ganar
Es fácil pensar que el fracaso es solo eso, pero nuestra historia, sin las semillas perdidas, no tendría el mismo efecto. Parece ser que la comunicación tiene también que ser fallida para ser eficaz.
No existe el éxito en la comunicación si falta la realidad de la confusión o la pérdida de significado. Es decir, sin aquel que escucha y no acepta, sin aquel que deja la lectura porque no le interesa, sin el que no encuentra en nuestras letras o palabras más que aridez, no habría cosecha abundante.
Porque comunicar no es simplemente ganar, es arriesgar a darse, sin que se obtenga respuesta, sin que se convenza a alguien, sin ser entendido y ser incluso destinado a la condena.
Es en la falta de éxito en la comunicación donde encontramos la nobleza del decir o del escribir. Esta no depende del éxito o del aplauso, ni siquiera de la aceptación; por eso, es la mejor imagen que podemos dar del ser humano y de Dios.
Porque comunicar es revelación de un ser que se puede mostrar, pero nunca se puede asir en su totalidad y, mucho menos, esclavizar. Somos libertad radical, venidos al mundo para aprender a sobrevivir y para encontrarnos con el que es semejante a nosotros.
Sí, porque podemos establecer un vínculo que va más allá del mero existir o de la simple constatación de otro ente en el mundo de los fenómenos.
Final positivo
Por eso, el sembrador tal vez sale a sembrar, para encontrarse con lo único que puede crear a partir de su trabajo: el suelo. No olvidemos que en el libro del Génesis el ser humano fue hecho del polvo de la tierra.
Si la semilla es comunicación, palabra, entrega de sí mismo, el polvo es lo único que puede, a partir de esa donación de nuestro interior, dar una respuesta. Y lo es sin importar cuál sea: positiva o negativa, concreta o ambigua.
Con todo, la parábola de Jesús tiene un final positivo, aunque no nos ofrezca una imagen completa de todo el proceso. Es positivo porque un fruto, aunque diferenciado, se puede recabar de nuestro esfuerzo comunicativo. ¿Qué haremos con él? ¿Volver a sembrarlo?
Otra dimensión de la parábola aparece ahora. No se sabe quién recoge, ni qué utilidad le da. ¿El sembrador es el que recoge o es otro? Así como las palabras, las semillas necesitan tiempo para crecer.
La parábola no habla de ese tiempo necesario, todo parece automático, porque en la vida muchas veces tenemos la impresión de que lo que hablamos tiene que producir algo inmediato.
La verdad es que no siempre es así, la libertad que tienen las palabras o los escritos trasciende muchas veces la misma existencia del que las plasmó. Se quedan casi en un proceso de hibernación, esperando el sol o el agua que ayude a crecer.
Una comunicación aceptada con prisa, sin que el suelo sea el mejor, no producirá nada, pero una tierra buena, con el sol y el agua necesarios, puede producir el milagro de la vida abundante y de la esperanza del futuro por llegar.
Los pájaros
Salir a sembrar es una tarea que pocos quieren hacer ahora, porque sembrar palabras tiene hoy el sentido de perder tiempo. Quisiéramos la automatización de los mensajes, de las cosas prediseñadas en emojis mudos, carentes de la pasión que entretejen las palabras y sus sentidos en una frase. Sin posibilidad de matices de significado, nuestro lenguaje comienza a ser onomatopéyico, repetitivo e insignificante.
No nos permitimos crear el sentido musical de las frases, ni nos permitimos más la sutileza de quien habla en profundidad. Preferimos el sí o el no, renegamos de la consideración ponderada de lo que se nos es propuesto y terminamos por aniquilar la sublimidad del alma que se comunica.
La palabra es débil cuando cae en el camino, cuando nadie tiene el cuidado de entender que el mensaje haría más placentero el avanzar hacia una dirección más aventurera y arriesgada.
Las palabras terminan en el camino, abandonadas e incapaces de generar vida y crecimiento. Al final, se vuelven pasto fácil para los pájaros ladrones que se las llevan entre los picos indiferentes, para ser engullidas sin mayor consideración por ellas.
Son los pájaros de la avaricia y la indiferencia los que se encargan de destruir todo lo que es bello, porque lo procesan en máquinas diseñadas para fabricar en serie el kitsch de las comunicaciones irrelevantes y sin desafíos a la conciencia.
Es tan débil la palabra como un susurro lo es en el estruendo de las avenidas congestionadas y el frenesí de una sociedad que no quiere parar, para no perder el tan preciado oro que deslumbra, pero empobrece.
Cardos y la buena tierra
La vida, sin embargo, está en la palabra como fuerza vital. Porque más allá de todo predecible fracaso, por lo menos es capaz de suscitar algo de esperanza.
La vemos crecer entre las piedras, en busca de un poco de tierra para levantarse regia en una planta que da fruto. A veces las piedras no dejan que el desarrollo sea completo, exponen la palabra al sol abrasador de la crítica destructiva sin que ella tenga la oportunidad de hacerse oír.
Es lo mismo que acontece cuando la palabra cae entre los cardos, que pretenden ser discursos comprensibles, aunque sean vanos. Pero esa vaciedad de los cardos crece más rápido que el discurso ponderado, bello y profundo.
Los cardos producen oídos sordos a todo mensaje que promueva la libertad. Sofocan porque no permiten que otra voz exista y se desarrolle. Se enredan como enemigos funestos, tergiversando, condenando y ocupando todo espacio vital, simplemente porque son manipulación orquestada y planeada con cuidado y violencia.
Basta un poco de tierra buena para que la palabra muestre lo que es capaz de hacer, de cómo deja surgir el fruto donde no había, de hacer crecer el verde de la paz en donde tal vez solo había desolación.
Los frutos pueden ser diferentes, tal vez cambien mucho, tal vez solo cambien poco, pero los frutos de las palabras siempre producen abundancia cuando es recibida con amor y generosidad.
Palabra y vida se nutren mutuamente, porque en ellas lo humano refulge como esperanza en el futuro, de cosecha abundante para mantenernos con vida a pesar de tantos otros fracasos o robos. La palabra que es sentido profundo de la vida echa las raíces de seriedad existencial y descubre nuestro potencial.
El autor es franciscano conventual.