En sus Meditaciones de cine, Quentin Tarantino narra que de niño asistía asiduamente a ver películas propias de adultos, cosa prohibida a los demás niños. Preguntó a su madre al respecto. “Quentin —contestó ella—, a mí me preocupa más que veas las noticias. Una película no va a hacerte daño”.
Con el paso del tiempo, siento cada vez más el efecto perturbador de las noticias. Lo noto por una creciente dispersión, una perdurable ansiedad, un progresivo ablandamiento del juicio sobre el significado y la importancia relativa de los acontecimientos, una disminución de mi capacidad crítica.
Recibir más información no me ayuda a construir una visión ponderada y juiciosa del mundo. Además, incrementa la sensación de impotencia que enerva la voluntad de participación: el mundo está enteramente decidido y construido por otros, hay que padecerlo y nada cabe hacer para alterar este estado de cosas, de modo que ni vale la pena intentarlo.
Lo peor es que no todas las noticias causan el mismo efecto. Una parte significativa de la información a la que acudo día tras día se refiere a los sucesos frívolos. Por ejemplo, aquellos relativos al fuero privado de ciertas personas, donde debieran quedarse, y que, sin embargo, se desplazan al conocimiento público por inadvertencia, imprudencia, malicia o negocio. Uno se conmueve con gestos anodinos, se vuelve rencoroso con traiciones que no le competen, toma un ardiente partido en episodios que conciernen solo a la intimidad de otros.
¿Recuerdan que se decía “la gente no se fía ya de la campana porque conoce al que la toca”? Pues había mucho de verdad en ello. Hacerse un juicio sobre lo acontecido era relativamente fácil, entre otras cosas, porque la información no nos saturaba. Era posible discernir, ponderar y formar criterio. Aun los menos acuciosos o interesados entre nosotros nos parecíamos al personaje de Thomas Mann que era sordo y, sin embargo, casi siempre sabía de qué se estaba hablando. Hoy, abrumados y excedidos, perdidos o confundidos, acabamos por suscribir el diálogo entre el que interroga: “¿No tienes ninguna pregunta?”, y el que contesta: “¿Acaso hay alguna respuesta?”.
Pero lo dicho hasta aquí tal vez no sea cierto, solo producto del estupor o el malhumor. Todo es transitorio, menos en Nicaragua, donde un magistrado acaba de asegurar que las cosas son “de forma perpetua”.
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.