Desde su instalación en nuestra capital, el 23 de setiembre de 1979, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte-IDH) ha sido un bastión para impulsar la vigencia de esos derechos en el hemisferio. Lo ha hecho, sobre todo, con sus sentencias en casos contenciosos, pero también mediante respuestas a consultas de los Estados miembros. Ha interpretado la Convención Americana sobre la materia (CADH) con gran lucidez, y ha desarrollado una jurisprudencia progresiva y progresista.
El más reciente avance en este proceso es la opinión consultiva 24/17, dada a conocer esta semana, y que amplía y consolida dos conjuntos de derechos esenciales para la condición humana: los de identidad y los de relaciones de pareja. En esencia, su texto de 88 páginas dispone lo siguiente:
• Los documentos y registros de identidad oficiales deben reflejar la identidad de género de cada persona, y los Estados están obligados a establecer mecanismos expeditos y no discriminatorios para lograrlo.
• El concepto de familia incluye las uniones entre personas del mismo sexo, quienes tienen el derecho a recibir el mismo tipo de protección y reconocimiento que las heterosexuales. Para hacerlo, deben contar con la opción del matrimonio.
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Relevancia reforzada. Algunos países americanos ya han reconocido estos derechos, pero la mayoría no lo ha hecho. Entre ellos ha estado Costa Rica. De aquí la importancia de la opinión consultiva para nosotros. Esta, sin embargo, se acrecienta por dos factores esenciales.
El primero es que fue nuestro Estado, representado por el Ejecutivo, el que planteó las consultas que generaron la opinión. Esta decisión oficial merece reconocimiento, por haber sido inductora del avance; en particular, hay que agradecer el liderazgo de la vicepresidenta Ana Helena Chacón. Pero el uso de esta vía, a la vez, revela la incapacidad de nuestra Asamblea Legislativa y nuestros tribunales (especialmente la Sala Constitucional) para dar el paso por sí mismos, como ha ocurrido, por ejemplo, en Argentina, Brasil, Colombia, México y Uruguay; también, en Canadá y Estados Unidos.
El otro factor de relevancia reforzada es que, por resoluciones previas de la Sala IV, las opiniones consultivas de la Corte-IDH son de acatamiento obligatorio y aplicación directa en Costa Rica. Esto quiere decir que tanto el matrimonio igualitario como la autonomía sobre la identidad personal ya son una realidad nacional. Falta definir cómo aplicarlos.
Mediante cinco preguntas específicas, el país consultó dos cosas: por un lado, si los complejos y discriminatorios procedimientos a que han debido someterse quienes desean cambiar de nombre en función de su identidad de género contradicen la Convención; por otro, si la no discriminación por orientación sexual, que esta reconoce, implica aceptar los derechos patrimoniales derivados de los vínculos entre parejas del mismo sexo, y cuál sería la mejor figura jurídica para tutelarlos.
Sólida argumentación. Leer la respuesta de la Corte, en particular sus partes argumentativas, es un ejercicio que recomiendo a toda persona interesada en derechos humanos, sea que la suscriba o rechace. Las primeras –entre quienes me encuentro– podrán percibir un sustento normativo, jurisprudencial e interpretativo que les dará mayor entendimiento, confianza y argumentos en su defensa. Quienes la rechazan, podrán percatarse, al menos, de que el texto está construido con seriedad, rigor y respeto ejemplares.
Doctrinariamente, la opinión se sustenta en una serie de principios y referentes clave, a partir de los cuales analiza la materia más específica.
Como corresponde, pone al ser humano, su integralidad, dignidad, identidad, autonomía, libertad y autodeterminación en el eje de sus consideraciones. Destaca su adhesión al principio pro homine. Este consiste, esencialmente, en acudir a las normas más amplias y las intepretaciones más extensivas al reconocer derechos protegidos, y a las normas e interpretaciones más restringidas cuando está de por medio su eventual limitación.
La Corte distingue entre dos vertientes de los derechos humanos: la negativa, que obliga a que los Estados se abstengan de acciones violatorias de “los derechos y libertades fundamentales reconocidos por la Convención” y la positiva, que implica asegurar jurídicamente su “libre y pleno ejercicio”. Esta dimensión conduce a un deber adicional: el de “adoptar medidas positivas para revertir o cambiar situaciones discriminatorias existentes en sus sociedades, en perjuicio de determinado grupo de personas”.
La opinión también destaca la naturaleza “viva” de los tratados de derechos humanos y la necesidad de que su interpretación acompañe “la evolución de los tiempos y las condiciones de vida actuales”.
Las implicaciones de estos y otros fundamentos para resolver las consultas planteadas por el Estado costarricense son obvias.
Identidad y uniones. Para la Corte, “la orientación sexual y la identidad de género, así como la expresión de género, son categorías protegidas por la Convención”. Por tanto, “interferir arbitrariamente en la expresión de los distintos atributos de la identidad” –por ejemplo, mediante procedimientos extremadamente complejos para cambiar de nombre– “puede implicar una vulneración a esta identidad”.
Los Estados no solo están obligados a proteger el derecho al nombre, sino también a “brindar las medidas necesarias para facilitar el registro de las personas” según “su identidad de género autopercibida”. En el caso nacional, esto implica reformar los procedimientos para adaptarlos a estos y otros parámetros.
Las relaciones entre personas del mismo sexo, y sus implicaciones, también reciben amplia consideración. La Corte reconoce la “importancia neurálgica” de la familia como institución, pero declara que la Convención no protege un modelo particular de esta. Más bien, explica que su concepto, así como los roles que se ejercen en ella, han evolucionado a lo largo del tiempo. Ni la familia se limita a parejas heterosexuales, ni la procreación define la naturaleza del vínculo, ni este se limita a “relaciones fundadas en el matrimonio”.
Además de su fundamento antropológico y social, estas afirmaciones se basan en la Convención y otra serie de instrumentos legales americanos y fuentes de jurisprudencia, como la Corte Europea de Derechos Humanos.
Reconocido el derecho a las relaciones familiares entre personas del mismo sexo, la siguiente pregunta es cómo protegerlo. De aquí surge la interpretación más progresista –pero también realista– de la Corte, y a una recomendación resultado de ella.
“Crear una institución que produzca los mismos efectos y habilite los mismos derechos que el matrimonio, pero que no lleve ese nombre –afirma–, carece de cualquier sentido, salvo el de señalar socialmente a las parejas del mismo sexo con una denominación que indique una diferencia si no estigmatizante, o por lo menos (sic) como señal de subestimación”.
Por tanto, “no es admisible la existencia de dos clases de uniones solemnes para consolidar jurídicamente la comunidad de convivencia heterosexual y homosexual”. Es decir, lo que corresponde es el matrimonio igualitario.
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Lo que sigue. Es obvio, como reconoce la propia opinión, que varios sectores de las sociedades, incluida la nuestra, discrepan de esta interpretación o la adversan visceralmente. Sin embargo, esas percepciones y reacciones bajo ningún concepto justifican el irrespeto de derechos esenciales, sobre los cuales la Corte es tan explícita. Si así fuera, la evolución histórica de los derechos humanos nunca habría pasado de sus etapas iniciales.
Quienes sustentan convicciones o preferencias distintas, sea por razones religiosas o sociales, tienen el derecho a vivir conforme a ellas. Todos, sin embargo, estamos en la obligación de respetar –y el Estado aplicar– lo dispuesto por el máximo organismo hemisférico de derechos humanos, que además es vinculante para Costa Rica.
Pero, sobre todo, debemos, como seres humanos, respetar a nuestros semejantes y lo que decidan en ejercicio de su autonomía.
El autor es periodista.