La canción de G-Eazy y Bebe Rexha ha inspirado el título de este artículo. La frase en sí, en apariencia sinonímica, es muy difícil de traducir en español porque cada expresión ofrece un matiz de significado diferente vinculado a la propia persona.
“Me” refiere a una acción o emoción ejecutada o experimentada por el individuo de manera objetiva. “Myself” denota el ámbito de la intimidad, de las motivaciones profundas, sean conscientes o no, así como los sentimientos determinantes de la experiencia individual. Esta palabra solo puede ser traducida en español como enclítico pleonástico.
“I” es un pronombre personal, que sirve para describir la imagen que un individuo quiere generar en los demás porque se objetiva a sí mismo en la frase como el sujeto de la acción.
La secuencia de las expresiones en la frase nos permite definir a la persona como experimentadora de emociones, consciente de una interioridad y creadora de una autorrepresentación de roles o actitudes sociales. Pero la canción así intitulada nos hace pensar en cómo la persona vive y se expresa en nuestra sociedad. Es decir, cómo estas dimensiones del “yo” se articulan en las relaciones con otros.
No somos simples, en nosotros convergen muchos factores diversos que hacen de nuestra persona algo original. El problema estriba en hacer corresponder las expresiones de esta frase en la propia autocomprensión.
En la sociedad actual, la coma y la conjunción “and” (“y”), que indican una enumeración de características diversas pero unidas entre sí, no necesariamente implican la lógica de la continuidad y de la unidad. El individuo posmoderno prefiere la disociación por motivos psicopolíticos. Es decir, el individuo escoge, dependiendo de las circunstancias, presentarse según una de estas categorías, pero no se define en ninguna, mucho menos en su integración.
Falsedad. El interactuar dialógico en nuestro contexto social ha comenzado a ser falso porque disociar el ser interior de la proyección de nuestra persona en el ámbito social ha comenzado a ser una práctica aprobada por el mundo donde nos movemos. Así como resulta importante publicitar un producto para que sea continuamente consumido, nuestra persona ha comenzado a ser oferta para otros dependiendo de intereses particulares.
Las personas se promocionan a sí mismas dividiéndose interiormente en espacios estancos, signados por el ascenso y reconocimiento social. En efecto, la frase que ha inspirado el título de este texto debería dividirse por barras o por expresiones disyuntivas (por ejemplo, “pero”, “sin embargo”, “mas”) para definir al individuo.
La razón de semejante escisión interior es la necesidad de “venderse” al otro, para obtener una ganancia particular. La persona, como integración compleja de emociones, razones, sentimientos, frustraciones, ideales, realizaciones, fracasos, autorreflexión, crítica de otros y reacciones ante las circunstancias cambiantes, cede espacio a un individuo manejado por la paranoia de la imagen y del espectáculo.
Lo importante reside en el impacto que se genera en el otro, que se puede convertir en mi “cliente”; por eso, la frenética obsesión por no manifestar lo que se es realmente.
Así como el producto que se quiere vender tiene que demostrar su belleza o su capacidad de dar bienestar, las personas de nuestro tiempo tienen que “venderse” en distintos ámbitos para ser consumidas (entiéndase “aceptadas” o “reconocidas”) por diferentes compradores (es decir, otros sujetos que esperan determinadas condiciones para establecer relaciones).
La unicidad que genera la complejidad del ser humano no interesa, es el impacto en los demás lo que ha comenzado a comandar nuestras acciones y opciones. Esto conlleva consecuencias muy serias en el análisis de nuestra capacidad de acción.
En partes. En primer lugar, esta fragmentación de la persona ha producido un cambio radical en la conceptualización de la realidad. Ya no existe “verdad” o “mentira” porque se acepta como valor absoluto la “oportunidad”. El actuar individual, independientemente de los valores que sustentan una determinada práctica, adquiere absolutidad en cuanto es eficaz. Si se realizan los objetivos propuestos, el éxito está garantizado. De aquí derivan los abusos de poder, la ilegalidad, la corrupción y la competencia feroz y destructiva porque la eficacia no se identifica con la ética, ni siquiera la supone.
Cuando, en cambio, el mundo interior tiene que ser promocionado se comienzan a buscar soportes ideológicos para mantener su validez objetiva. El mundo interior hace referencia a emociones, sentimientos y motivaciones. Su subjetividad hace imposible mantener su veracidad, si no es por medio de soportes falsos y decadentes.
No resulta extraño que se recurra a creaciones imaginativas que crean la ilusión de la objetividad. Sueños, ángeles, candelas, estéticas, olores y hasta teologías de la prosperidad se convierten en transmisores y garantes de sostenedores de un mundo interno conflictuado con lo real. El mundo de la competencia produce personas frágiles, que necesitan de apoyos ideológicos teñidos de espiritualidad para seguir manteniendo la fragmentación personal.
Como consecuencia, la acción consciente se separa abismalmente de la autorrepresentación ofrecida a los demás, el mundo interior se debilita exponencialmente, convirtiéndose solo en excusa, en superficialidad espiritual y en incapacidad de discernimiento serio y responsable. En muchos casos, la persona simplemente desaparece porque el individuo es incapaz de crecer interiormente, se ha vaciado de contenido profundo y de espesor humano. Entonces, nos damos cuenta de que dejan de tener sentido la integridad personal, el deseo de trascendencia y el desafío ético.
Marionetas. Es posible que este sea el peor mal de una sociedad líquida y relativista, que evita el pensamiento riguroso y el ahondar en el propio ser. Los individuos se vuelven marionetas del mundo vinculado al poder, a la imagen y al consumo. Este último se constituye en el ideal por excelencia porque complace en las sensaciones y tranquiliza en la búsqueda de reconocimiento social. Pero, como se puede inferir fácilmente, termina por convertirse en una droga que necesita imperiosamente ser adquirida para mantener la ilusión de la gratificación.
Por último, la autopublicación exasperada de uno mismo nos pone en un continuo estado de ansiedad, generado por las pretensiones de otros individuos. El “yo” que se vende tiene la necesidad de demostrarse necesario para los otros. En otras palabras: debe mostrarse como objeto que tiene que ser consumido para garantizar la felicidad de la otra persona.
Esto implica escabullirse con éxito de aquellos momentos en los que la propia personalidad se hace notoria y no puede ser controlada por el consciente de manera total. De esta manera, se generan individuos que temen a los fantasmas emanados de la manifestación espontánea de la propia personalidad. La afectación del ego es un demonio que oprime a muchos porque solo desean proyectar la imagen correcta de sí mismos.
Vivir en este miedo constante implica consentir con la mentira y asumirla como reflejo prístino de lo que somos. Esto conlleva intrínsecamente a un odio de la propia persona, que se percibe como incompetente, insuficiente o marginalizada; o mejor, como no “vendible”. Por ello, necesitada de la violencia para hacerse valer ante los demás. De allí deriva el consentimiento a cualquier forma de provecho personal, incluso de las acciones que podrían en riesgo la vida de otros (narcotráfico, el lavado de dinero, la renuncia corrupta de los propios valores, la minusvaloración del otro y hasta el recurso de la calumnia).
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La sinceridad con lo que somos, que no busca ocultamientos, sino oportunidad de crecimiento, es la única respuesta genuina a la interrelación humana. Ninguno de nosotros está libre de errores o transgresiones, reconocerlo sin culpabilidad enfermiza brinda libertad. Las consecuencias de nuestro actuar no se pueden ocultar, pero tampoco hay que desvalorizar los logros personales: ambas cosas son parte de lo que hemos sido y de lo que podemos ser. La emancipación y la libertad del propio miedo no tienen fronteras, al contrario, son las condiciones esenciales de aquello que llamamos “alma”.
El autor es franciscano conventual.