Dos aforismos caen de perlas para iniciar el comentario de hoy: «No se conoce ningún caso de tradición que evolucione espontáneamente hasta convertirse en una buena costumbre» y «todo salto del progreso moral requiere ganarle una batalla a alguna clase de tradición».
Leí recientemente varios artículos que exaltan el gran significado ético de la preocupación de las «naciones avanzadas» por el maltrato a los animales. Vino a mi mente lo que contó Curzio Malaparte sobre aquellos «bondadosos» soldados finlandeses que, durante una guerra, a falta de alimentos digeribles «engañaron» el hambre de sus caballos con celulosa, que por cierto es el componente principal de la paja. Los caballos, por supuesto, terminaron muriendo de desnutrición benigna.
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Es así que no puedo evitar una expresión que me gustaría mucho escuchar en el Parque de los Mangos: «¡Esos articulitos son pura celulosa!». Una verdad de a puño puesto que, al menos para nosotros, lectores tradicionales, vienen escritos en láminas de pasta de celulosa, o sea, papel. (Malditos sean quienes caigan en la tentación de decir que muchos libros y artículos publicados en Costa Rica no dan ni para matar de hambre a sus autores).
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Ahora, mejor, pruebas al canto. Es cierto que en todo el mundo, y no solo en las «naciones avanzadas», minorías activistas que «sufren lo no humano» lograron la promulgación de significativa legislación contraria al maltrato animal, y que abundan las declaraciones —más románticas que eficaces— de gobiernos y organizaciones internacionales en favor de la protección de nuestros hermanos, los animales. Sin embargo, siguen resonando los casos de políticos y gobernantes defensores de zafias tradiciones: en Costa Rica, las peleas de gallos, y en España, las corridas de toros, para citar solo dos ejemplos.
Pero encontraremos la más flagrante marca de hipocresía en un hecho fácilmente comprobable: en las instituciones de enseñanza superior de las naciones avanzadas —Alemania, Australia, Canadá, Dinamarca, EE. UU., Francia, el Reino Unido, etc.— se forman muchos menos jóvenes en biología, etología, biodiversidad y veterinaria silvestre que cuantos se capacitan, en esas mismas naciones, en academias militares y campos de entrenamiento de las fuerzas armadas, en el arte de mutilar y asesinar a seres humanos.
El autor es químico.