La filosofía griega se dedicó, entre otras cosas, a construir una magnífica arquitectura legal y retórica desde la cual administrar la ciudad, la polis y, por supuesto, la república, dando por un hecho que siempre habría ciudadanos velando por su cumplimiento. Es más, que siempre habría quienes desearan ser parte de ella, dándole valor así al estatus de ciudadano para mantener fresca la arena política con el fin de afinar los deberes tanto como los derechos de la comunidad.
¿Y por qué dudarlo si siempre habría gente dispuesta a cantar los himnos, gente dispuesta a repetir a los niños las hazañas de los héroes, gente dispuesta a pelear el poder, ese que los hacía sentarse en la maravillosa silla del senado y tomaba decisiones para el bienestar común, o bien, gente que combatiría guerra tras guerra su liderazgo de cara a las conquistas?
Las cosas cambiaron, y me temo que llegó el momento en que la ciudad como imagen material de lo que significa la ciudadanía ya no tiene ciudadanos, como tampoco se dieron cuenta de que la política, la administración de los poderes, el trabajo de dar contenido a la visión de Estado y la defensa de los sectores sociales (esas esferas imaginadas tan bien por Platón interactuando entre sí según oficios y talentos), pues se viene haciendo sin ellos. Sí, sin los ciudadanos, y no pasa solamente en la política, porque también nosotros venimos escribiendo literatura sin lectores.
Muy al contrario del anarquismo, donde se trataba de organizarse sin un poder único más allá de la autogestión comunitaria hecha por ciudadanos altamente conscientes, en este momento me atrevo a decir que lo que hay es un poder consciente sin ciudadanos presentes.
Ciudadanos marca patito
Un poder consciente que baraja, dicta y actúa entre sus miembros, imaginando estar frente a ciudadanos de juguete, ciudadanos marca patito que dicen sí a todo o no dicen nada porque se fueron a contestar el WhatsApp o a tomarse fotos para TikTok.
Ciudadanos marca patito que creen en todo lo que sale de la boca del poder sin constatar, sin interesarse por la realidad. Una realidad cercada, encriptada y avasallada por el tablero de fichas de los gobiernos hechos a la medida para vender a los patitos espejismos salidos de las redes.
¿Que los patitos siguen siendo ciudadanos? ¿Que no todos los ciudadanos son patitos y que todavía quedan muchos que se atreven a vivir como ciudadanos que ejercitan la razón y no solo reaccionan cuando se dejan destripar como juguetes para que salga el sonido del patito? Cierto.
Cierto, pero son cada día menos los que, honrando el recuerdo de un Estado activo, benefactor y verás, se involucran en luchas de cambio, ya que no es muy alentador jugar entre patitos chillones y dulces botonetas.
Mi aprecio y respeto por todos los que se arriesgan a querer seguir siendo ciudadanos dignos herederos de la democracia costarricense y quieren involucrarse y trabajar por un futuro para los derechos de la totalidad de la ciudadanía, pero, sobre todo, quieren trabajar para la juventud, que no encuentra más caminos que el aislamiento y la delincuencia.
Los demás ni siquiera se han dado cuenta de la transformación a ciudadanos solo de nombre que no se comprometen ni participan en un país que provee a todos los derechos para ejercer el compromiso cívico. Realidad triste de ver, principalmente cuando en el país vecino se quitan las ciudadanías y los bienes a los ciudadanos que precisamente no son patitos. Que son ciudadanos historia, ciudadanos símbolo, ciudadanos constructores de futuro.
Gran bañera
¿Qué pasa cuando los escritores no tienen lectores? ¿Ya no escriben o empiezan a escribir para los lectores patito, libros marca patito? ¿Qué pasa con la política sin ciudadanos, se acaba la política o se modifica, transformando a los partidos en máquinas de hacer patitos para que elijan a políticos patito que ofrezcan a los ciudadanos patito una gran bañera donde dar vueltas y vueltas?
De alguna manera, la globalización nos tiene a todos dando vueltas en una gran bañera donde los dueños de las marcas, como niños malos, nos destripan a su gusto y no se vislumbran cambios en la educación de este país que nos salven de seguir en la bañera dando vueltas, y menos que nos recuerden el costo histórico de la palabra ciudadano para que nos hagan salir de ella.
La autora es filósofa.