Recientemente, la ministra de Educación, Anna Katharina Müller, hizo pública una importante iniciativa que presentará a la corriente legislativa y que no podemos dejar pasar como una noticia más, referente al aciago procedimiento para el reconocimiento y la equiparación de títulos de educación superior obtenidos en el exterior. Simplifica y humaniza los requisitos y se centraliza en el MEP.
El procedimiento vigente, que data de hace varias décadas, ha hecho la vida miserable a miles de personas, quienes con recursos propios —los menos— o habiendo obtenido becas académicas, regresaban a servir a su país encontrándose con argollas universitarias que, en contubernio con algunos colegios profesionales, les atrasaban el trámite por años, con la abierta malignidad de evitar competencia, o bien, por prejuicios ideológicos o xenófobos.
Lo que afirmo, me consta personalmente. Por 20 años ocupé cargos técnicos y gerenciales en el ámbito de reclutamiento y selección en la Dirección General de Servicio Civil (DGSC), lo que me permitió conocer —como testigo de excepción— muchos casos patéticos, donde ticos regresaban cargados de ilusiones y con una nueva familia binacional, a veces multicultural, solo para quedar atrapados en un limbo burocrático, sin poder aprovechar su amplia formación.
Recuerdo dos matrimonios, ambos con posgrado, donde el varón tico, de familia con pocos recursos, cumplía tres años de haber regresado y todavía trabajaba como dependiente en una ferretería de zona rural, mientras su esposa solo podía desempeñarse como ama de casa. Con el tiempo, volvió con sus bebés a su patria, en busca de reglas más leales y equitativas.
Otra pareja que si bien después de cierto tiempo el conyugue tico sí logró el ansiado reconocimiento y equiparación, su esposa, con un doctorado en ciencias de la salud, obtenido en Europa del este, y tres hijos ticos, trabajaba en un puesto técnico, dado que a algún “especialista” de la universidad que llevaba su caso, le parecía que le faltaba una materia, sin la cual no era equiparable en Costa Rica. Mandó todo al carajo y se regresó a Europa.
Y la cereza en el pastel. Mi antiguo compañero Federico Sánchez, técnico de reclutamiento, cierto día convocó a reunión urgente durante un concurso de biólogo para el Minae. La razón era enseñarnos algo que no volveríamos a ver en nuestras vidas: los atestados de un doctor en biología (PhD), extendido por la Universidad de Harvard, algo que ciertamente no volvió a suceder. El doctor, a quien quise conocer y atender personalmente, se había retirado joven, vivía en Costa Rica y se le ocurrió que podía aportar algo al país. Lo orienté todo lo que pude, pero luego supe que se obstinó de trámites y siguió jubilado.
Democratización
Para injusticias, no solo debemos quedarnos en títulos obtenidos en el exterior. Me correspondió ingresar a la UCR hace exactamente 50 años, entonces la única universidad en el país. El TEC era un galerón en Cartago, la UNA sería inaugurada ese año y la UNED y la UACA abrirían hasta 1976. Era el primero de mi núcleo familiar en acceder a la universidad. Sin tener claramente definida una carrera, si sabía que iba por las ciencias sociales y que como había sido lugar común desde niño, debía trabajar para sobrevivir y ayudar a mi familia, así que matriculé derecho.
En la segunda clase de Introducción al Derecho, el único curso nocturno que impartía la carrera, el profesor preguntó por quienes trabajábamos a tiempo completo. Manifestó de inmediato que, sintiéndolo mucho, la profesión no aceptaba “obreros del derecho” y que del grupo presente —unos 45 alumnos— solo debían pasar 10. Y cumplió. Eso cambió años más tarde cuando la UACA democratizó la educación universitaria y hoy conocemos “obreros del derecho” que han llegado hasta la magistratura.
Actualmente, recibimos a aquellos profesionales con experiencia global que, tras esfuerzos titánicos y superando barreras idiomáticas y culturales, se graduaron en el exterior, encontrando obstáculos insolubles para validar y ejercer su profesión en Costa Rica.
En lugar de ser recibidos como activos valiosos para el desarrollo del país, se ven enfrentados a despiadados desafíos que incluyen trámites burocráticos complejos y exigencia de requisitos irrealistas y poco prácticos. Dichos desafíos socavan progresivamente el potencial de trabajadores perfectamente capaces y crean una brecha en la competitividad global de la nación.
El monopolio del reconocimiento debe quitarse de manos interesadas y hacerlo un procedimiento ágil, sencillo y respetuoso de los derechos humanos de los graduados. En lugar de desalentar a profesionales a buscar oportunidades en el extranjero, insto a todos los interesados a manifestarse en nombre de la innovación de nuevas generaciones de costarricenses. Este proyecto debe ser aprobado para un futuro próspero.
El autor es politólogo, administrador y ex director general de Servicio Civil.