¿Cómo explicar la displicencia del gobierno –y en particular del presidente Solís– con el “error” premeditado en la carretera de acceso al nuevo puerto de Moín que le terminará costando a los contribuyentes ¢14.500 millones? Hasta hace poco Solís no dudaba en calificar como corrupción –en gobiernos anteriores, claro está– a los casos donde no solo mediara enriquecimiento ilícito, sino también ineptitud y despilfarro de los fondos públicos. ¿Qué cambió?
Todo tiene que ver con el relato. Tras dos años de dar tumbos en materia de comunicación, la administración Solís finalmente ha afinado su maquinaria propagandística y elaborado una narrativa cautivante sobre cómo desea ser percibida. Con la ayuda de miles de millones en publicidad y unas redes sociales sumisas y complacientes, el mensaje está calando y así lo indica la resucitada popularidad del presidente.
Este relato nos presenta a una administración Solís que está construyendo obra pública tras muchos años de inacción y lo hace sin incurrir en los actos groseros de corrupción e ineptitud del pasado. La economía crece a un buen ritmo, las exportaciones aumentan, los turistas arriban en masa y la pobreza va en descenso –todo obviamente gracias a los buenos oficios del gobierno–. En el relato, además, el presidente toca el piano.
Cuando los hechos no calzan con la narrativa gobiernista, mal por los hechos. El relato no dice que el promedio de crecimiento económico de los últimos tres años (4,35%) es exactamente el mismo al de los últimos 20 años. El relato no menciona que en este gobierno solo se han creado 15.355 puestos de empleos netos y que la caída de la pobreza se debe primordialmente a un aumento del asistencialismo. En el relato no se habla de cómo el gobierno agravó la situación fiscal al aumentar irresponsablemente el gasto, ni de la crisis que se viene pronto a raíz de eso.
Pero es en el tema de la corrupción donde el relato se toma mayores licencias literarias. Los pagos indebidos a las viceministras por dedicación exclusiva fueron excusados como “errores administrativos”. Y en el entuerto de Moín –donde el gobierno ahora admite que hubo premeditación en hacer mal las cosas a un alto costo para el erario– la respuesta oficial es un llano “aquí no hay nada que ver”.
El presidente está apegado al guion. Por eso no oiremos su indignación cuando las cosas salen mal, porque en su La la land, las cosas no salen mal.