El fenómeno populista de Donald Trump es una cátedra sobre la peligrosa desconexión entre importantes sectores sociales y las instituciones democráticas, en particular los partidos políticos. El cisma debilita el apego a las garantías fundamentales y abona el terreno para propuestas demagógicas, sin fundamento en la realidad, pero congruentes con profundos resentimientos económicos y sociales.
En esas circunstancias, un líder carismático, capaz de articular los reclamos y declarar la rebelión, no importa de qué signo, recibe de los votantes alienados carta blanca para impulsar el cambio. La retórica desplaza la serena consideración de los problemas y la emotividad sustituye el razonamiento.
Por eso, Trump puede anunciar, sin merma de su caudal electoral, la intención de ordenar a las fuerzas armadas estadounidenses la comisión de crímenes de guerra, incluido el asesinato de las familias de terroristas y la adopción de la tortura. Sus seguidores le aplauden cuando denuncia a otra de las instituciones fundamentales de la democracia, la prensa independiente, y formula planes para restringir la libertad de expresión.
Son ideas abominables. Eso debería bastar para suscitar rechazo, pero los seguidores no reparan en la amenaza. La incorporan al “programa” de cambio y siguen adelante. Aceptada esa perversa visión del mundo, la emotividad impide, siquiera, razonar sobre la imposibilidad de imponerla.
Los militares estadounidenses invocan su derecho a desobedecer órdenes contrarias a la legalidad y expertos en la materia señalan las obligaciones internacionales de los Estados Unidos, cuya vigencia no depende de la voluntad de la Casa Blanca. La obediencia como excusa para los crímenes de guerra quedó desacreditada en Núremberg, hace siete décadas.
La libertad de expresión es uno de los más altos valores de los estadounidenses y su salud tampoco depende de la presidencia. Se funda en la primera enmienda de la Constitución, cuya interpretación expansiva es obra de la Corte Suprema de Justicia. Trump no se siente constreñido por la verdad siquiera cuando formula sus planteamientos más espeluznantes. No necesita hacerlo, porque el discernimiento entre verdad y mentira es una operación del intelecto y su discurso procura una conexión con crudas pasiones.
En España, un populismo de signo radicalmente contrario entraba el sistema político e impide formar gobierno. Podemos es un ejemplo de populismo de izquierda, tan desvinculado de la realidad como su contraparte de derecha en los Estados Unidos y muy similar en la explotación del enojo y el resentimiento. Los dirigentes del novedoso partido olfatearon la oportunidad creada por el movimiento de los “indignados” y se alzaron con 69 diputados, una minoría suficiente para tener un papel decisivo, dada la dificultad de reunir a las demás fuerzas políticas en una coalición.
Como las de Trump, las propuestas de Podemos se formulan con sencillez, de espaldas a las complejidades de la economía y el Estado: jornada de 35 horas semanales, jubilación a los 60 años, prohibición de los despidos, impago de la parte “ilegítima” de la deuda española, renta mínima para todos los ciudadanos, rechazo al tratado de libre comercio entre Estados Unidos y la Unión Europea y revisión de los acuerdos con América Latina. En este último punto, la coincidencia con Trump es evidente.
Todo es música para los oídos de los “indignados” y otros grupos resentidos por la exclusión. No hay en Podemos el elemento racista y xenófobo de Trump, pero los dos comparten un impulso revanchista, así como la machacona insistencia y exageración de los agravios.
En ambos casos, y en otras experiencias históricas, el denominador común es la disfuncionalidad del Estado, el debilitamiento de las instituciones y la desarticulación de los partidos políticos, presentados por Podemos y Trump como expresiones de un establishment desconectado de los ciudadanos. Cuando menos en el caso de España, la corrupción en los partidos tradicionales contribuyó significativamente a alimentar el populismo.
En Costa Rica, encaramos problemas similares y el sistema de partidos pasa por una crisis innegable. Es difícil experimentar en cabeza ajena, pero el ascenso del populismo en el mundo desarrollado, aún con limitado éxito, es una advertencia imposible de ignorar.