El hurto de mercaderías valoradas en ¢5.000 desencadena un proceso judicial cuyo costo para el Estado es de ¢7 millones. La factura responde a todas las etapas del proceso, desde la investigación hasta el recurso de casación, y a los costos de internamiento del imputado en el sistema penitenciario. La desproporción es evidente y también inevitable, si el ofendido rehúsa conciliar.
También es obvia la desproporción entre la falta y los dos meses de permanencia en la cárcel de un hombre sorprendido cuando intentaba sustraer, sin violencia, una docena de latas de guisantes valoradas en ¢370 cada una. Casado y con hijos, el detenido no tiene antecedentes y está obligado a convivir con delincuentes habituales.
La familia del reo, privada de su presencia y aporte, comparte el castigo, cuya imposición agrava las condiciones económicas que, en la mayoría de los casos, constituyen el trasfondo de delitos semejantes. Al costo de la detención se suman los riesgos del internamiento penitenciario, tanto para la integridad física y psicológica del preso como para su conducta futura.
El supermercado donde ocurrió el incidente tiene la política de no conciliar. “Si usted no es delincuente y lo mandan 30 días a la cárcel, usted no volverá a delinquir”, expresó la vocera de la empresa. No necesariamente es así, dicen muchos expertos y abundantes estudios criminológicos. Menos controvertida es la tesis de que quien no es delincuente, no debería ir a la cárcel.
Para eso existen las medidas alternativas, impuestas en procesos cuyo costo se estima en ¢327.000, suma que, en ocasiones, puede ser recuperada mediante el trabajo comunal del imputado o la reparación del daño. Esas medidas, así como la terapia, tienen mejores posibilidades de evitar la reincidencia de una persona sin antecedentes ni peligrosidad.
La empresa del caso toma prestado un término del debate que se desarrolla en Estados Unidos sobre la política criminal y anuncia su decisión de proceder de conformidad con el principio de “cero tolerancia”. La idea es polémica, pero, en cualquier caso, su adopción como elemento de la política criminal debería depender del Estado.
En Costa Rica, la decisión sobre la conveniencia de la política de “cero tolerancia” frente a los hurtos de menor cuantía fue depositada en manos de los particulares desde marzo del 2009, cuando la Asamblea Legislativa aprobó una reforma para castigar esas conductas con penas de prisión cuyos extremos van de un mes a tres años, sin importar el valor de los sustraído.
Si el particular desea apuntarse a la tesis de “cero tolerancia”, le basta negarse a conciliar, abstenerse de comparecer a la audiencia y dejar que el proceso, desproporcionadamente caro, siga su curso. Si el damnificado prefiere soluciones menos rigurosas, puede conciliar y permitir la aplicación de una medida alternativa.
La decisión es del perjudicado, pero vale preguntarse si un tema tan sensible de política criminal debe estar al arbitrio y humor de los particulares. En lugar de abdicar la facultad punitiva del Estado, que comprende la definición de las sanciones y los supuestos de su aplicación, la Asamblea Legislativa debería decidir el asunto de conformidad con los más altos intereses y valores de nuestra sociedad.
El camino de la “cero tolerancia” no conduce a sociedades más seguras. Esa política abarrota los despachos judiciales y distrae a los fiscales de asuntos más serios, relacionados con conductas verdaderamente peligrosas. También contribuye con la sobrepoblación de las cárceles, una de las principales causas de la violencia entre reos y motivo de órdenes de excarcelación masivas como la dictada el año pasado por un juez de ejecución de la pena. Además, pone a personas sin antecedentes en contacto con infractores habituales, endurecidos por la permanencia en prisión.
La reforma hecha en el 2009 debe ser reconsiderada, al menos para asegurar la imposición de medidas alternativas cuando el delito sea de tan poca cuantía y peligrosidad, sin importar la opinión de la víctima.