La lucha contra el narcotráfico debe ser sin cuartel, pero siempre en el marco del orden constitucional y el respeto a los valores construidos y compartidos por la sociedad costarricense. A partir de ese postulado, surgen serios cuestionamientos al proyecto de ley sobre extinción de dominio, defendido por sus proponentes como un arma eficaz de combate contra el crimen organizado.
La nueva ley permitiría al Estado arrebatarle bienes a quien no pueda demostrar, en un corto plazo, la legitimidad de su adquisición. Aplicada a narcotraficantes y lavadores de dinero ilícito, es una medida justa y sus efectos son deseables, pero, primero, de conformidad con la lógica de protección de los derechos individuales que inspira al orden constitucional costarricense, es preciso probar el origen espurio de los bienes. La prueba le corresponde al Estado, no al ciudadano.
La presunción de ilicitud de los bienes, de conformidad con el proyecto de ley, pesa a favor del Estado y, cuando a la Administración se le ocurra, la propiedad es ilegítima mientras su titular no demuestre lo contrario. En ausencia de esa prueba, se extingue el dominio y los bienes pasan a ser estatales.
La inversión de la carga de la prueba es inaceptable, aun tratándose de una materia extraña al proceso penal, porque la extinción de dominio es, desde cualquier punto de vista, una sanción. Por eso es también grave la fase “prejudicial” del procedimiento establecido por la nueva ley. En esa etapa, los trámites son secretos, con poca supervisión judicial y limitadísimas oportunidades para la defensa.
Tampoco existe en el proyecto la necesaria protección del derecho a la intimidad y al secreto de las comunicaciones. Sin orden de juez, la autoridad administrativa podría imponerse del contenido de documentos privados. Inusitadas son también las disposiciones que declaran imprescriptibles y retroactivos los efectos de la nueva ley, extendiéndolos hasta después de la muerte.
El respeto de la Constitución a la propiedad privada tampoco se ve reflejado en el proyecto. La extinción de dominio se produce a partir de una presunción, a favor del Estado, sobre la ilegitimidad de la adquisición del bien. Si el Estado demostrara esa falta de legitimidad, la adquisición sería nula y no habría vulneración del derecho a la propiedad privada, pero la nulidad –o el carácter espurio de la adquisición– no puede ser presumida, ni el deber de probar su inexistencia puede ser puesto en hombros del propietario.
El propósito de perseguir el narcotráfico y el crimen organizado es noble, tanto que en ese afán surge la tentación de cometer excesos, como ocurrió en otras latitudes con la prevención del terrorismo. El día de su juramentación en Washington, hace cinco años, el presidente Barack Obama rechazó “la falsa dicotomía entre nuestra seguridad y nuestros ideales”. Si la afirmación vale para el terrorismo, vale también para el crimen organizado. Los derechos humanos y las libertades públicas no deben ser lesionados en procura de erradicar esos males. Por el contrario, el terrorismo, el narcotráfico y el crimen organizado deben ser erradicados para proteger y preservar las libertades públicas y los derechos humanos.
El proyecto de ley de extinción de dominio violenta la presunción de inocencia, el derecho a la defensa, el secreto de las comunicaciones, el derecho a la intimidad, el derecho a la propiedad y el principio de irretroactividad de la ley, así como la seguridad jurídica. No debería haber dicotomía entre la indispensable persecución del crimen organizado y la vigencia de esos valores, tan caros para nuestra sociedad y el orden constitucional vigente.
La iniciativa de ley no debe avanzar en el Congreso mientras existan tan graves incompatibilidades con las libertades públicas. Lo contrario sería, además, una probable pérdida de tiempo, porque la Sala Constitucional, tarde o temprano, revisará lo aprobado y es difícil imaginar una bendición del proyecto en esa alta instancia judicial.