Desde que en marzo del 2003 el entonces presidente Abel Pacheco decidió incluir a Costa Rica en la “coalición” que apoyó la invasión de Estados Unidos a Irak, nuestra política exterior no había cometido una torpeza tan garrafal como la protagonizada el lunes por el presidente, Luis Guillermo Solís, y el canciller, Manuel González, en el seno de la Asamblea General de la ONU.
Su naturaleza y simbolismo, de primitiva teatralidad, han dejado al país en una posición muy comprometida, que generará indudables costos para nuestra imagen y capacidad de desempeño diplomático. Peor aún, la actuación nacional no se dio en solitario, sino en pésima y reducida compañía: los cinco países latinoamericanos integrantes del bloque populista-autoritario del ALBA; tuvo como blanco al presidente de un país amigo tan importante como Brasil y no fue sustentada en razón válida alguna.
Desde hace 71 años, el primer jefe de Estado en hacer uso de la palabra durante la apertura de cada período de sesiones de la Asamblea General es el brasileño. Cuando el actual mandatario, Michel Temer, se aprestaba a hacerlo, en una sala colmada por decenas de los más altos dignatarios, Solís, González y la primera dama, Mercedes Peñas, abandonaron ostensiblemente el recinto de la Asamblea General de la ONU, acompañando a los delegados de Cuba, Venezuela, Nicaragua, Ecuador y Bolivia. En su lugar, quedó el representante permanente de Costa Rica, Juan Carlos Mendoza, tercero en la jerarquía presente.
Participar en una afrenta de tal calibre contra la cabeza de gobierno del país latinoamericano más poderoso, y hacerlo junto con la peor dictadura del hemisferio, dos regímenes claramente antidemocráticos (Nicaragua y Venezuela) y otros dos encabezados por presidentes autoritarios, solo se justificaría si mediaran razones enormemente poderosas. Pero no fue así. Ni siquiera el comunicado emitido por la Cancillería logra inventar una buena excusa para justificar el yerro, como veremos de inmediato.
Su texto no pone en duda la legitimidad del presidente, quien llegó al poder luego de un juicio político a su predecesora, Dilma Rousseff, enmarcado en la Constitución, las leyes y el debido proceso, y permanecerá en él hasta finales del 2019; tampoco lo ha hecho antes nuestro gobierno. Se limita a afirmar que la decisión “soberana e individual de no escuchar” el mensaje de Temer “obedece a nuestra duda de que ante ciertas actitudes y actuaciones se quiera aleccionar sobre prácticas democráticas”. Es imposible adivinar a qué se refiere esta ininteligible frase, porque, si de evitar “lecciones” se trata, habría que abandonar la Asamblea de la ONU ante decenas de oradores, empezando por los de los cinco acompañantes de ayer. Sin duda, la decisión fue soberana, al igual que la de Pacheco en el 2003, pero pretender que tuvo carácter “individual”, indica un claro desdén por la inteligencia ajena: el hecho es que salimos junto con cinco acompañantes de credenciales pésimas o dudosas, y que una actuación colectiva de tal índole, en la ONU, solo ocurre si hay previa coordinación; la casualidad, en estos casos, no existe.
“No es inusual –añade el comunicado– que todos los jefes de Estado o de Gobierno no escuchen todos los discursos de sus homólogos”. Aparte de la curiosa redacción, la frase también menosprecia a los destinatarios: claro que un presidente no puede escuchar todos los mensajes de sus colegas, porque debería permanecer sentado en la Asamblea por una semana. Pero aquí estamos hablando del discurso que abre la lista de oradores durante la inauguración, cuando la asistencia es máxima y el abandono se convierte en un claro acto deliberado de hostilidad.
La ligereza de la actuación es obvia y las implicaciones dan mucho que pensar. Primero, las relaciones con Brasil se deteriorarán innecesariamente: ningún gobierno que se respete olvidará un acto así. Segundo, nos convertimos en compañeros de ruta del ALBA, lo cual genera desconcierto sobre las posiciones nacionales en el futuro. Tercero, nuestra diplomacia ha perdido seriedad ante países latinoamericanos que, como México, Argentina, Perú, Colombia, Chile, Uruguay y los demás de Centroamérica, mantuvieron las buenas formas de las relaciones; ni qué decir del resto del mundo.
Peor aún, hemos establecido un precedente que será casi imposible manejar con mediana consecuencia: si en esta ocasión nos salimos ante “ciertas actitudes y actuaciones” que podrían estar encaminadas a “aleccionar”, ¿no deberíamos hacer lo mismo, por ejemplo, en la próxima Cumbre Iberoamericana, que se celebrará pronto en Cartagena, cuando hablen Raúl Castro, Nicolás Maduro y Daniel Ortega, los gobernantes más irrespetuosos de la democracia en Latinoamérica? ¿No deberíamos actuar de igual forma en la próxima Asamblea General de la OEA? ¿Y nos negaremos a oír y hablar con Temer hasta que termine su período?
En estas mismas páginas hemos escrito que la destitución de Dilma Rousseff estuvo basada, formalmente, en razones de poco peso. Pero sin duda siguió todos los procedimientos establecidos por la normativa brasileña, lo cual hace que Michel Temer sea un presidente acorde con la Constitución. Además, en Brasil no se ha conculcado ninguna libertad, no se persigue a opositores, la prensa es libérrima y la justicia ha demostrado, de sobra, su independencia. Esto nuestro gobierno no lo ha cuestionado. ¿Por qué, entonces, actuar como lo hicimos? Todo indica que fue, simple y llanamente, una irresponsable ocurrencia, ajena a los análisis más elementales que deberían seguirse en materia tan seria como es el uso de la soberanía nacional. Quizá, utilizando el lenguaje del comunicado, tratamos de “aleccionar sobre prácticas democráticas”, pero lo hicimos pésimamente.