Dos allanamientos en La Fortuna de San Carlos y uno en Chachagua de San Ramón pusieron en evidencia, una vez más, el drama del trasiego internacional de personas para prostituirlas. Autoridades del Gobierno describieron la acción policial como “un golpe bastante importante”, pero, sin restar mérito a la investigación y sus resultados, lo más relevante es el recordatorio de nuestra convivencia con una de las más deleznables formas de explotar al ser humano.
La liberación de una sola esclava sexual es un gran acontecimiento y, en este caso, las liberadas fueron trece. Eso es muy importante pero, al mismo tiempo, es síntoma de un problema mucho mayor. Por eso se echa de menos una acción más vigorosa para combatirlo hasta la erradicación.
Las mujeres, nicaragüenses y dominicanas, eran engañadas con ofertas de trabajo atractivas en comparación con las condiciones de supervivencia en sus países de origen. Les ofrecieron ser meseras con un salario de $150 mensuales. Por esa suma estuvieron dispuestas a dejar sus comunidades y trasladarse ilegalmente a Costa Rica para enfrentar lo desconocido. Una vez en el país, se les informó el verdadero propósito de la contratación y se les alojó en cuartuchos de los bares donde trabajarían.
Ni siquiera les pagaban los $150. Tampoco les permitían salir del negocio. La situación habría sido imposible de mantener en ausencia de amenazas creíbles y constantes. El cautiverio era compartido por cinco niños, hijos de las víctimas y permanentemente inmersos en el ambiente de violencia, borracheras, drogas y prostitución. Las cautivas lloraron de felicidad cuando la Policía irrumpió en uno de los bares, relató Randall Miranda, fiscal de La Fortuna. Eran, sin lugar a dudas, esclavas en el siglo XXI y en un país democrático, defensor de los derechos humanos.
Pero el negocio ilícito operaba desde hace al menos un año. Lo hacía con poco disimulo, con las puertas abiertas de par en par. Así funcionan los bares y no es difícil darse cuenta si en su interior se desarrollan actividades ilícitas, como lo demuestra este caso, pues las autoridades fueron alertadas por vecinos. La Policía no descubrió las actividades de la organización criminal. Las investigó a consecuencia de denuncias de los ciudadanos y les puso fin.
En buena hora. Sin embargo, queda planteada la pregunta sobre la calidad y cantidad de esfuerzos desplegados para combatir crímenes tan horrendos. La colaboración del vecindario habla muy bien de los ramonenses y sancarleños, pero es difícil sustituir la investigación sistemática de los cuerpos policiales. El tráfico de personas con propósitos migratorios es un problema de grandes dimensiones, pero cuando se hace para facilitar la explotación sexual, cobra una gravedad mucho mayor.
Ningún costarricense ignora el problema de la prostitución en el país, pero no estamos acostumbrados a pensar en nuestro territorio como sede de la explotación sexual de víctimas del tráfico internacional. Tampoco pensamos en la sumisión de costarricenses a esta forma de esclavitud, muy diferente del voluntario ejercicio de la prostitución por adultos. El reclutamiento de personas bajo amenaza, para prostituirlas en el país o en el extranjero, parece una práctica lejana, propia de naciones paupérrimas y de los países desarrollados adonde terminan muchas de las víctimas.
Los allanamientos en San Carlos y San Ramón abren los ojos. Costa Rica está lejos de ser inmune a los embates de uno de los tres negocios ilícitos más grandes del mundo, solo superado en tamaño por las armas y las drogas.