Un nuevo índice irrumpió en el arsenal de instrumentos del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC) diseñado para cuantificar carencias específicas y servir de guía para la toma de decisiones de política social. El índice de pobreza multidimensional es, sin duda, un gran avance en la lucha contra la pobreza, pero surgen algunas dudas que conviene aclarar.
Los índices de pobreza y pobreza extrema, que para efectos de este artículo denominamos pobreza cruda, han medido convencionalmente una sola variable -el ingreso familiar- y han servido para saber si una familia es capaz de satisfacer sus necesidades básicas. El nuevo índice de pobreza multidimensional, en cambio, utiliza otras variables relevantes como las carencias en salud, educación, vivienda, trabajo y protección social que, de alguna forma, integran el grueso de las necesidades básicas. Pero no utiliza el ingreso per se, que es la sombrilla que las cobija, o descobija, a todas. La duda es si el nuevo índice complementa el convencional para medir la pobreza o, simplemente, lo adiciona y, en el peor de los casos, duplica, por partir de conceptos distintos.
En la última medición del INEC, el índice de pobreza cruda bajó levemente para ubicarse en el 21,7% de las familias, es decir 317.660 hogares, el equivalente al 23,6% de la población (1.137.881 personas). Estas cifras mejoraron levemente frente a lo registrado un año atrás, cuando el porcentaje de familias pobres era mayor (24,6%) y, por lo tanto, implica una disminución de 32.753 personas. Pero medida por el nuevo índice multidimensional, la pobreza más bien refleja índices mayores, pues alcanza un 21,8% de las familias, correspondiente a 318.421 hogares, o un 26% de la población. Es decir, según el nuevo índice, en vez de mejorar, más bien hemos retrocedido.
Llevando el argumento al absurdo, alguien podría pensar, equivocadamente, que la pobreza real medida por la suma de los dos indicadores se eleva a un 43,5% de las familias, cifra alarmante que no se corresponde con la realidad. Es muy probable que una gran mayoría de los pobres pertenezcan simultáneamente a los dos indicadores –pobres por insuficiencia de ingreso y por registrar otras carencias específicas- por lo que sería incorrecto duplicarlos. Pero sí es posible pensar que algunas familias caigan en el segundo indicador sin ser necesariamente pobres bajo la óptica del ingreso. Y eso impone un dilema de política económica y social.
Bajo el nuevo indicador, son pobres los que acumulan al menos 20 puntos, o carencias, en las variables contempladas: educación, vivienda, salud, trabajo y protección social, a pesar de que, al menos conceptualmente, estén ubicadas por encima de la línea de pobreza. Bien podría suceder que personas trabajando en el sector informal generen ingresos familiares superiores a la línea de pobreza, pero no tengan seguro social (por no querer adquirir un seguro voluntario individual), no tengan título de bachillerato, prefieran no arreglar los pisos o techos de sus viviendas, o alguno de sus hijos aborte la enseñanza formal por un sinnúmero de razones no asociadas a la insuficiencia de recursos.
Esta disquisición no es meramente conceptual. Tiene implicaciones de política social, económica y presupuestaria muy relevantes, relacionadas con la selección y montos requeridos para ayudar a los pobres y más pobres, particularmente en el acceso a los programas generales y focalizados para combatir la pobreza. Una familia ubicada por debajo de la línea de pobreza, por ejemplo, podría aspirar a una ayuda institucional para reparar el piso o techo de su vivienda, si califica como pobre bajo la metodología multidimensional, y, sin embargo, competiría por esa ayuda con la que podría recibir otra familia ubicada por debajo de la línea de la pobreza cruda, más necesitada. Sin duda, la menesterosidad multidimensional multiplicará las necesidades insatisfechas y las peticiones de ayuda estatal. Pero los recursos, desafortunadamente, son escasos.
También tendrá ramificaciones políticas. Al identificarse nuevas carencias, se incrementará la presión sobre los recursos fiscales para satisfacerlas y, quizás, resulte insuficiente la reforma tributaria. En todo caso, el reto de las autoridades será siempre asignar los limitados recursos de la forma más eficiente y equitativa posible. Si alcanzara para todos, y para todo, no habría problema, pero probablemente nunca será así.
La otra dimensión política apunta al juicio más o menos objetivo sobre la capacidad o incapacidad de la administración para disminuir la pobreza. La oposición siempre destacará el índice más elevado –probablemente el multidimensional- para sustentar sus acusaciones, mientras que las autoridades de turno verán el menor de los dos indicadores, como recientemente se ilustró con las declaraciones del presidente Solís. Dijo que la pobreza este año decreció levemente en relación con el anterior –lo cual es cierto- y que probablemente veríamos mejoras adicionales en los años por venir. El índice mensual de actividad económica (IMAE) apunta en esa dirección.
El criterio convencional para medir la pobreza basada en la insuficiencia de ingresos sigue teniendo plena validez. Si los recursos disponibles apenas alcanzan para comer y, a veces, ni para eso, tampoco habrá para componer techos, pisos, asegurarse voluntariamente o adquirir Internet, todos componentes de la nueva metodología. La insuficiencia de ingresos se relaciona muy directamente con todos ellos, pero más fundamentalmente con el desempleo, subempleo o estancamiento de las remuneraciones reales de los trabajadores. Y aquí es donde las inquietudes del presidente Solís cobran validez.
Para combatir la pobreza, en cualesquiera de las dimensiones, no basta con mejorar la efectividad de los programas sociales (dedicar menos a salarios y más a los usuarios) o incrementar las partidas presupuestarias. La economía tiene que crecer. Por ello es importante impulsarla. De ahí nuestro apoyo al Plan Impulso y sus esfuerzos por reducir las tasas de interés y otras medidas para contribuir al crecimiento, aunque sea imperfecto. Desafortunadamente, algunos de los bancos privados y otro estatal se han mostrado reticentes a reducir sus tasas de interés, a pesar de la política monetaria más flexible del Banco Central en el contexto de la menor inflación actual y esperada. Además de desestimular el crecimiento mediante altas tasas reales de interés en momentos en que más se necesita, se concede un beneficio injustificado a los ahorrantes, que son más holgados, en perjuicio de los deudores actuales y potenciales. Esperamos un cambio de actitud en aras del interés público.