Las condiciones de nuestras cárceles incrementan el sufrimiento de la población penitenciaria más allá del dolor causado por la privación de libertad. El problema se ventila constantemente y las autoridades hacen esfuerzos por atenuar sus efectos sobre los reos, siempre con demasiada lentitud. La mayoría de las veces, la demora no es por falta de voluntad, sino de recursos económicos.
Pero impedir el abuso físico sí es cuestión de voluntad, además de un imperativo moral ineludible. La Sala Constitucional examinó las quejas de unos 30 detenidos en la sección de máxima seguridad del centro penitenciario La Reforma y encontró suficientes razones para ordenar la intervención del módulo con el fin de enfrentar “un patrón sistemático de tratos crueles, degradantes e inhumanos, y abuso policial”.
Las denuncias son reiteradas, así como los nombres de los custodios acusados de golpear, patear y agredir con gases irritantes en los ojos, boca y genitales, y de introducir los dedos en el ano de los reos. Dictámenes forenses acreditan en muchos casos la existencia de las lesiones y la mayoría de las quejas se centran en las áreas de máxima seguridad y el ámbito D. Las coincidencias no dejan duda de la existencia del problema.
Los magistrados pidieron a la ministra de Justicia, Cristina Ramírez, rotar a los custodios y elaborar, en el plazo de tres meses, un plan para remediar la situación. La funcionaria reaccionó con prontitud y ordenó la inmediata remoción del director del módulo de máxima seguridad. Una trabajadora social y una psicóloga acompañarán a la sustituta del funcionario en las labores de rectificación de las fallas.
La ministra también ordenó el traslado de los cuatro policías penitenciarios que permanecían en máxima seguridad, luego del traslado de otros 17, hace 15 días, y ofreció fortalecer la atención médica brindada a los reclusos. Al mismo tiempo, la Defensoría de los Habitantes anunció la intensificación de las inspecciones en La Reforma.
Las reacciones parecen adecuadas, pero cabe preguntarse cómo se llegó a este punto. La intervención de la Sala Constitucional debería ser innecesaria en materia de tortura, una práctica tan inadmisible que su erradicación por mera práctica administrativa es un presupuesto del sistema, no una meta. Si los magistrados se sienten obligados a ordenar las medidas descritas, el fracaso del sistema penitenciario no puede ser disimulado.
Es un fracaso sin excusas, como sí las hay para el hacinamiento causado por el aumento de la población penitenciaria y la carencia de recursos para construir nuevas cárceles. Es, además, un agravante inadmisible de las carencias que no pueden ser resueltas a partir de la voluntad de las autoridades.
No debió ser la Sala Constitucional la encargada de detectar “un patrón sistemático de tratos crueles”, ni debieron ser necesarias 35 quejas de tres decenas de reos. El patrón se les debió haber hecho evidente, con mucha antelación y con menos casos, a las autoridades más próximas al terreno. Hay dictámenes médicos, inspecciones, entrevistas y otros mecanismos idóneos para detectar las desviaciones. Si no funcionaron, es imposible negar un grado alarmante de negligencia.
Si es necesario, por otra parte, establecer protocolos de prevención de la tortura, como lo exigió la Sala IV, es preciso preguntarse cómo hemos llegado hasta hoy sin las previsiones requeridas para conseguir un objetivo tan básico de las naciones democráticas modernas. Si las medidas de prevención existen, su insuficiencia es obvia y los cuestionamientos permanecen.
El país tiene la agenda llena en el tema penitenciario. Basta y sobra con el drama de los presos sin condena (23%), el hacinamiento (38%) y la falta de medidas alternativas racionales y seguras. La tortura es ahora un problema prioritario, pero no debería serlo por estar resuelto.