La cercanía del dedo presidencial a la tecla clave para desatar un ataque nuclear constituye una pesadilla para muchos norteamericanos y también para los países aliados de los Estados Unidos, principalmente de Europa. El presidente Donald Trump se ha encargado de acrecentar esas preocupaciones con comentarios crípticos, formulados en cualquier oportunidad, como la reciente referencia a la “calma antes de la tormenta”, sin decir a cuáles vendavales se refería.
Inmediatamente, la prensa y los analistas pensaron en dos puntos de peligrosas tensiones, Corea del Norte e Irán, y Bob Corker, presidente republicano del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, advirtió sobre el riesgo de encaminar al país hacia la Tercera Guerra Mundial con la retórica belicista salida de la Casa Blanca.
El mundo espera, esta semana, una importante decisión del mandatario estadounidense sobre el tratado nuclear negociado por su predecesor con Teherán. El acuerdo multilateral sobre armamentos nucleares en Irán, aprobado en las postrimerías de la administración Obama, suspendió las sanciones económicas de Washington y los restantes firmantes contra Teherán y estableció un tedioso procedimiento de certificaciones trimestrales de la observancia iraní del acuerdo.
El momento de la certificación se acerca esta semana y Washington está convertido en un campo de batalla. La legión aislacionista, sobre todo la republicana, demanda el retiro norteamericano del convenio y la reimposición de sanciones económicas contra Irán. Los partidarios del tratado y los analistas serios, incluidas importantes figuras del gobierno, señalan el cumplimiento de Irán y los buenos resultados hasta el momento. Pero Trump prometió en campaña hacer trizas el tratado durante su primer día de gobierno. Se le hizo tarde, pero tampoco le entusiasma el duro trance de comunicar el viraje a los restantes socios del compromiso. Por eso, planea “descertificar” el convenio por inconveniente para el interés nacional. Así coloca la suerte del acuerdo en manos del Congreso.
El presidente recibe incesantes mensajes de apoyo a la certificación provenientes de funcionarios de la administración, el Ejército y una larga lista de interesados, sin exceptuar los gobiernos europeos. Remitir la responsabilidad al Congreso no equivale a cumplir la promesa de campaña, pero le abre espacio al presidente para defenderse de los críticos del incumplimiento.
El aval internacional permitió la aprobación del acuerdo. Participaron 26 naciones, sobre todo europeas. Fue, sin duda, un logro para la diplomacia estadounidense. Pero, ahora, crece el riesgo de un fiasco para satisfacer el aislacionismo vigente entre importantes sectores de la sociedad y sus representantes en el Congreso.
Estados Unidos paga un alto precio por esta zigzagueante política exterior. Su liderazgo del bloque occidental está en entredicho, así como la firmeza de los compromisos adquiridos en diversos ámbitos, desde el comercial hasta el militar y estratégico.
En este último campo, la ofensiva contra el convenio con Irán podría ser contraproducente en la confrontación con Corea del Norte. El incentivo para sentarse a conversar no está claro si cualquier acuerdo logrado pende de un capricho o un deseo de cultivar a la base electoral.
Si a esa incertidumbre se añade la encendida retórica del gobernante, incluidos epítetos y motes para el adversario, las preocupaciones del senador Corker y de otros miembros de la bancada oficialista, para no mencionar a la oposición, son fáciles de comprender.