La tradicional indiferencia con que el Estado costarricense ha mirado la reivindicación de los territorios indígenas, que, de acuerdo con la legislación, se suponen “inalienables, imprescriptibles, no transferibles y exclusivos”, ha conducido a la situación explosiva que se vive actualmente en la reserva de Salitre, en Buenos Aires de Puntarenas.
Bajo el amparo de la indefinición jurídica y la negligencia administrativa, turbas de finqueros y matones han hostigado a los pobladores autóctonos, de formas cada vez más violentas y racistas: queman sus casas, los persiguen, apedrean y amenazan de muerte. El objetivo es crear una sensación de inestabilidad social y un clima de terror que haga imposible la reclamación territorial, o que obligue al Estado a pagar millonarias expropiaciones por terrenos que legítimamente pertenecieron a las comunidades originarias.
El 3 de enero del 2013, durante una invasión por parte de los blancos, se llegó al extremo de marcar en la espalda a un muchacho indio con un hierro candente, y a otro le cortaron los dedos de la mano. Evidentemente, estos hechos vergonzosos actualizan los peores episodios de la conquista española y una larga historia de oprobio y esclavitud. Al hacerlo, ese es el mensaje que se le quiere enviar a las aborígenes que reclaman. Pero también es un mensaje de impunidad y un recordatorio de que, lamentablemente, los primeros habitantes de Costa Rica siguen siendo ciudadanos de segunda categoría, con escasas posibilidades de hacer valer sus derechos ante el Estado y sus instituciones.
La Defensoría de los Habitantes y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) han advertido sobre la gravedad del conflicto agrario en los 24 territorios indígenas del país, de los cuales el 40% está en manos de finqueros blancos. A pesar de la ley de 1977 y de las convenciones internacionales, las comunidades autóctonas sufrieron un proceso de desposesión, burla y hasta de fraude, que ha conducido al enfrentamiento actual.
Muchos terratenientes se hicieron de propiedades valiéndose de ocupaciones ilegales, documentos falsos y actos de corrupción. La situación se agudizó con el tiempo como consecuencia de la especulación agraria, la usurpación de terrenos y los brotes de violencia. En el reciente conflicto en Salitre, casi 100 personas atacaron a las familias indígenas, arrasaron tres ranchos y bloquearon con arena y piedras el camino de acceso al pueblo de Cedror de Buenos Aires, según admitió la viceministra de la Presidencia, Ana Gabriel Zúñiga.
A pesar de la relativa voluntad del Gobierno anterior, que estableció una primera mesa de diálogo y emprendió un proceso de registro catastral de las propiedades en Salitre, la cuestión territorial de las comunidades indígenas es un pendiente histórico que carece de solución a medio plazo sin un marco jurídico definido. El país tampoco ha concretado una política pública de defensa de los derechos indígenas ni ha lanzado acciones contundentes en ese sentido.
La administración de Luis Guillermo Solís se comprometió a darles continuidad a estas iniciativas e impedir que el conflicto en Salitre se agrave. Una de las prioridades del Poder Ejecutivo debe ser la integridad física de los indígenas, quienes frecuentemente reclaman que la Fuerza Pública actúa a favor de los finqueros blancos y en contra de sus reclamaciones.
El Estado costarricense debe proseguir la delimitación de las zonas indígenas, como primer paso para la recuperación territorial, e impedir la ocupación de nuevos terrenos indígenas por parte de grupos de presión blancos. Como afirmó Yoriko Yasukawa, coordinadora del PNUD en Costa Rica: “No se puede avanzar en materia de derechos humanos, si un derecho tan básico como la tierra no está garantizado. Esas tierras son exclusivas de los indígenas”.