“Hummmmm, ¿quién efectuó el análisis de los datos?”, se lee en el primer comentario al pie de la noticia publicada el lunes 10 de abril por este diario sobre la escasa relación entre la ola de homicidios y los reos favorecidos por beneficios carcelarios. Los datos están en el reportaje, y también su fuente, pero contradicen el prejuicio hábilmente manipulado por las instancias políticas, y es más fácil ponerlos en duda que aceptar la necesidad de revisar las creencias.
Son datos del Instituto Nacional de Criminología, dependencia del Ministerio de Justicia, es decir, del Poder Ejecutivo. En el trienio 2020-2022, había 6.422 sentenciados con tobillera, en el régimen semiinstitucional o en fincas de trabajo del Programa Atención en Comunidad. El 20 % de ellos (1.318) reincidieron, pero apenas 81 (un 6 %) cometieron delitos contra la vida. ¿Quién efectuó el análisis de los datos? El periodista firmante de la nota, con ayuda de una calculadora.
Como las estadísticas nacionales no son las mejores y más precisas, el informador se vio obligado a aclarar que de ese 6 % de reincidentes no todos mataron, porque los delitos contra la vida incluyen tentativas de homicidio y todo tipo de lesiones. La intuición apunta a que estas últimas son mayoritarias entre las razones de ese 6 % para volver a enfrentar una condena, pero no hay datos tan específicos. Es razonable suponer que una vez separadas las lesiones, los homicidios y las tentativas de homicidio representan mucho menos del 6 % de la reincidencia.
El caso ofrece la oportunidad de encarar un trascendental problema de nuestra sociedad. Se trata de la argumentación hueca, con apenas apariencia de pensamiento, para no renunciar a prejuicios ya asentados. El comentario no dice “esos datos no coinciden con los míos” para luego ofrecer otra fuente y exaltar su confiabilidad. Tampoco señala un error de cálculo. Nada rebate, y se limita a sembrar duda mediante una pregunta cuya respuesta aparece con toda claridad en el texto. Hoy día, en la era de la posverdad, eso basta.
Los homicidios, dice esta línea de razonamiento aplicada al asunto bajo análisis, se deben a leyes permisivas, jueces y fiscales irresponsables y a la alcahuetería de los beneficios carcelarios. ¡No me vengan con datitos en contrario! La verdad solo importa si confirma las preconcepciones. De no ser así, es una mera fabricación de quien hizo el “análisis de los datos” o, en última instancia, los datos mismos son una mentira del Instituto Nacional de Criminología.
Sin embargo, ahí están las estadísticas y son incompatibles con la narrativa cuidadosamente fabricada para desplazar la responsabilidad por la ola de homicidios hacia el Poder Judicial y, en alguna medida, el Legislativo. Es absurdo, porque jueces y fiscales no participan, siquiera, en la concesión de los beneficios apuntados. Esa es tarea del Poder Ejecutivo, desafortunadamente, desempeñada sin supervisión judicial. A falta de una ley de ejecución de la pena, las políticas del Ministerio de Justicia varían en cada administración. Reglamentos y decretos ejecutivos dictan las reglas, no el Congreso, cuya intervención sí se hace necesaria para llenar la laguna citada y enmendar otras deficiencias.
Jueces y fiscales inciden en la liberación de personas sujetas a juicio y la concesión del beneficio de ejecución condicional de la pena, pero ese es un tema distinto y la calidad de las estadísticas no ayuda a examinarlo con precisión. Sí conviene recordar que la ejecución condicional se concede solo a primerizos cuya condena sea inferior a tres años de cárcel, con lo cual el homicidio queda por fuera.
Capítulo aparte son los errores judiciales y, con mayor frecuencia, los yerros policiales que obligan a liberar culpables para preservar las garantías individuales. Son casos lamentables, pero, como anomalías al fin y al cabo, su frecuencia tampoco explica la oleada de homicidios. La explicación, no obstante, es indispensable para enfrentar el fenómeno con éxito. No vamos a encontrarla mientras neguemos los datos y renunciemos a enfrentar responsabilidades.
Ante las estadísticas del reportaje publicado el lunes, un demagogo preguntaría a los de su entorno “¿y ahora qué decimos?”, pero la pregunta correcta es “¿y ahora qué hacemos? La respuesta tendrá sentido solamente si se funda en la realidad. El país está urgido de reformas para mejorar la seguridad ciudadana, pero el éxito de los cambios dependerá de su vínculo con la realidad. Aumentar penas y eliminar beneficios sin saber por qué, solo nos alejará de la solución, aunque en el momento complazca los prejuicios y desvíe las responsabilidades.