Es imposible creer que el Poder Ejecutivo, con su ejército de asesores y funcionarios versados en política y derecho, crea en la posibilidad de modificar el contenido de una ley mediante decreto ejecutivo. Sin embargo, ayer hizo la pantomima cuando el presidente, Luis Guillermo Solís, anunció el levantamiento del veto al Código Procesal Laboral, que autoriza la huelga en los servicios públicos esenciales, y, al mismo tiempo, emitió un decreto para prohibirla.
La contradicción entre la ley y el decreto está resuelta de antemano por los más elementales principios de jerarquización de las normas jurídicas. El valor superior de la ley no admite duda. El decreto es, entonces, un burdo intento de atenuar las responsabilidades del Poder Ejecutivo, asumidas para complacer a sus aliados más radicales.
Es, también, la instrumentalización y mofa del ordenamiento jurídico con fines exclusivamente políticos. Pretende confundir a la opinión pública con la falsa impresión de resolver el punto más álgido del debate desatado en torno a la reforma. Es un acto del más puro cinismo, irrespetuoso para el ordenamiento jurídico y lesivo para la majestad y credibilidad del Ejecutivo.
Cínica es también la aprobación de una ley cuyos preceptos el Ejecutivo pudo haber aplicado en la práctica hace apenas unas semanas. Confrontada con la huelga en los muelles de Limón, Japdeva alegó su ilegalidad por tratarse de un servicio esencial. Los tribunales le dieron la razón. Además, el Gobierno contrató trabajadores para sustituir a los huelguistas. A la vuelta de pocos días, la misma Administración aprueba una ley que legaliza la huelga en servicios esenciales e impide sustituir a los huelguistas.
Es tremendamente cínico criticar el veto interpuesto por la expresidenta Laura Chinchilla y, luego, emitir un decreto donde se le da la razón a una de sus objeciones fundamentales. Si alguna utilidad tiene el decreto, es demostrar el desacuerdo de la Administración Solís con las huelgas en los servicios esenciales. Sin embargo, las aprueba. Es imposible medir cuánto pudo pesar en su ánimo el transitorio que retarda la vigencia de la reforma un año y medio. Para entonces, la Administración Solís estará en la recta final y, con algo de habilidad y alguna que otra concesión, podrá legar el problema laboral al Gobierno siguiente.
Cínica fue, además, la invención de un plazo perentorio para levantar el veto, so pena de incumplir lo pactado con el Frente Amplio. El presidente nunca estuvo “entre la espada y la pared”, pero hizo que el país lo creyera. La moción para prorrogar el plazo del proyecto en el Congreso había sido presentada el 4 de diciembre por la jefa de la fracción oficialista. Mientras no fuera rechazada, el proyecto seguiría con vida, como ocurre, en este mismo momento, con otras 429 iniciativas de ley con plazo vencido, y como sucedió, hace apenas unos meses, con la reforma a la Ley del Sistema de Banca para el Desarrollo.
En ejercicio de la facultad de levantar vetos, cuya legitimidad pende de una resolución de la Sala Constitucional, el presidente puso en vigencia la ley que destina la calle 13 bis de San José a la venta de artesanías, aunque se le había vencido el plazo de cuatro años y los diputados no habían votado una prórroga.
Ahora, en idénticas condiciones, convenía representarle a la opinión pública la existencia de un plazo fatal y presentar el levantamiento del veto como producto de la conjunción de factores inevitables, casi un destino ineludible, como el de las tragedias griegas. Así no se gobierna.
La Administración ha profundizado divisiones y corre el riesgo de quedar aislada, en compañía de sus aliados del Frente Amplio, a quienes ya no puede mantener a raya con el deshoje de margaritas: “Apruebo la reforma procesal laboral, no la apruebo, la apruebo, no la apruebo…”. Tampoco en el Frente Amplio se creen el cuento del decreto que prohíbe lo establecido por ley.