La compleja situación que ha tenido lugar por la masiva llegada de migrantes cubanos a Costa Rica, procedentes de Panamá, y el violento rechazo del Gobierno nicaragüense a su posible tránsito por ese país, constituye, en lo inmediato, una severa crisis humanitaria. En tal sentido, demanda una pronta acción de nuestras autoridades, con albergue, alimentación y otros servicios esenciales. La prioridad básica es proteger a las víctimas. Así ha sucedido hasta ahora, en apego a nuestras tradiciones civilistas y a un elemental sentido de responsabilidad, cosa que celebramos.
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Sin embargo, el problema es mucho más profundo y tiene claras dimensiones sociales, económicas, políticas, diplomáticas y de seguridad. Tales características tornan mucho más complicado no solo abordar su manifestación actual, sino, y principalmente, diseñar estrategias a mediano y largo plazo que eviten su agudización. Por desgracia, esto es algo que no depende únicamente de nuestro país, como ha quedado crudamente de manifiesto en los últimos días, y todo indica que, antes de que se pueda articular una solución integral, la crisis empeorará.
El origen de todo son las paupérrimas condiciones económicas, políticas y sociales existentes en Cuba. Sin futuro visible en la isla, sometidos a enormes controles internos, con familiares en el exterior dispuestos a sacrificarse económicamente para que mejoren sus condiciones de vida, y con una política receptiva hacia los cubanos de parte de Estados Unidos, la migración se convierte en una salida a la desesperación. Hasta hace poco, el régimen cubano desestimulaba la salida de sus ciudadanos de la isla; sin embargo, en la actualidad más bien la estimula, como una válvula de escape ante su ineptitud, y como posible fuente de más remesas.
Peor aún, una vez que los cubanos abandonan el país, el gobierno se desentiende de su suerte, como ha quedado demostrado patentemente en estos días: mientras los migrantes se acumulan en ambas fronteras y requieren atención urgente, ni la embajada ni el consulado cubanos en Costa Rica han dado señales de vida. Así, desconocen no solo obligaciones humanas, sino legales: el amparo que cualquier Estado debe brindar a sus ciudadanos, no importa dónde se encuentren. Para el régimen de Castro, no obstante, esas personas son, en esencia, enemigos que deben penalizarse.
El siguiente eslabón de la cadena lo ha forjado Ecuador, mediante su política de cero visas. Esto ha convertido al país en una puerta de migrantes ilegales, no solo cubanos, sino de muchas otras latitudes, con severas consecuencias humanitarias y de seguridad para sus vecinos, que el gobierno ha desdeñado olímpicamente. A partir de aquí surgen los aspectos más graves del recorrido: un siniestro negocio de tráfico de personas, solo posible por las bandas organizadas que lo desarrollan y por distintos grados de desdén o complicidad de las autoridades de todos los países involucrados, comenzando por Cuba y que, sin duda alguna, también incluye a Nicaragua.
Hasta hace pocos días, el negocio se mantenía activo y nadie parecía percatarse, o prefería no hacerlo, de su enorme crecimiento. Como ha dicho nuestro canciller, Manuel González, los gobiernos a lo largo de la ruta hasta Estados Unidos, incluido el nuestro –añadimos nosotros– “veían para otro lado”. Esto, en el mejor de los casos.
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Bastó con que una de las más poderosas y eficientes bandas de coyotes fuera desarticulada en nuestro país para que el drama saliera a la superficie e hiciera crisis. Los más de 1.200 cubanos que, casi súbitamente, aparecieron en el puesto fronterizo de Paso Canoas, sin duda llegaron allí con la complacencia y estímulo de las autoridades panameñas. Costa Rica tenía todo el derecho a impedir su ingreso, pero accedió a dejarlos ingresar, correctamente, por sentido de humanidad y para neutralizar las tensiones creadas. El error fue suponer que Nicaragua tendría una actitud similar, y que luego esta pudiera repetirse en los demás países a lo largo del trayecto.
Lejos de, por lo menos, impedir su ingreso por medios civilizados, el gobierno de Daniel Ortega optó por su represión abierta, la militarización de la crisis y su artificial transformación en un nuevo conflicto con Costa Rica. Esta actitud calza perfectamente con la “lógica” del régimen, el cual, a la vez, es aliado de los Castro y, por ende, también ve a los migrantes como enemigos.
Esta es la situación actual. Para resolverla, se impone una solución regional, de la que también deberían ser parte Cuba (que expulsa a su población) y Estados Unidos (que tiene legislación especial para integrarla). Por desgracia, es algo que tomará tiempo y que, al menos hasta ahora, está severamente contaminado por la actitud nicaragüense. También se necesita una intervención orgánica de instancias internacionales, como el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados y la Organización Internacional de Migraciones.
Esperamos que tal respuesta logre articularse con la mayor rapidez e integralidad posible. Mientras tanto, sin embargo, el desafío aumentará. A menos que se blinde nuestra frontera con Panamá –algo virtualmente imposible y humanamente inconveniente– el flujo continuará y, junto con él, el número de cubanos virtualmente atrapados en el país. Es una trágica consecuencia más del régimen que impera en la isla, y un tema que nuestro presidente debería tocar en su próximo viaje a La Habana.