El concordato negociado por el Ministerio de Relaciones Exteriores con el Vaticano no resolverá la cuestión del carácter confesional del Estado costarricense. El tema queda en manos de la Asamblea Legislativa, anunció el canciller Enrique Castillo. “Eso no se pacta”, afirmó.
En abril, el jefe de nuestra diplomacia consideraba factible la incorporación del tema al concordato y los negociadores de la Iglesia católica no pidieron sustraerlo de las conversaciones. La exclusión del asunto es producto del último borrador planteado por los representantes de Costa Rica.
La confesionalidad del Estado costarricense está consagrada en al artículo 75 de la Constitución Política. “La religión Católica, Apostólica y Romana es la del Estado”, dice la Carta Magna en un numeral criticado por la exclusión de otras confesiones y, en consecuencia, su falta de correspondencia con la libertad religiosa y el principio de separación entre el Estado y la religión.
En la agenda legislativa hay un proyecto de reforma del artículo 75 planteado por la diputada María Eugenia Venegas, del partido Acción Ciudadana, con apoyo de legisladores de otras fracciones, pero su discusión espera la tramitación de otros 45 proyectos en la Comisión de Reformas Constitucionales. El anuncio del Ministerio de Relaciones Exteriores sobre la exclusión del tema en el concordato debe servir de acicate a los legisladores para rescatar el tema del fondo de la lista y ponerlo en discusión.
El Estado laico no es un Estado contrario a la religión. Excluidos los regímenes totalitarios, los Estados no confesionales se comprometen, más bien, con el respeto a la libertad religiosa sin importar la denominación. Las democracias modernas protegen las manifestaciones de fe sin discriminar entre ellas.
El Vaticano es el primero en entender el planteamiento. En las últimas décadas ha negociado decenas de concordatos donde refleja esa comprensión, incluyendo uno con Brasil, el país con mayor cantidad de católicos en el planeta. El convenio internacional, con fuerza de ley entre las partes, hace explícitas las garantías para la libertad religiosa.
Según el papa Juan Pablo II, “la Iglesia está convencida de la necesidad de separar los papeles de la Iglesia y el Estado, siguiendo la prescripción de Cristo: ‘Dad al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”. Su pensamiento sobre el particular también se refleja en el Concilio Vaticano II.
En el 2006, Benedicto XVI declaró: “Debemos volver a definir el sentido de una laicidad que subraya y conserva la verdadera diferencia y autonomía entre las dos esferas, pero también su coexistencia, su responsabilidad común”, y dos años más tarde saludó la separación entre la Iglesia y el Estado como “un progreso de la humanidad y una condición fundamental para su misma libertad”.
Ese mismo año, el Papa, quien no deja de insistir en el tema de la “sana laicidad”, declaró su admiración por el modelo estadounidense: “Lo que me encanta de Estados Unidos es que comenzó con un concepto positivo de la laicidad, porque este nuevo pueblo estaba compuesto de comunidades y personas que habían huido de las iglesias de Estado y querían tener un Estado laico, secular, que abriera posibilidades a todas las confesiones, a todas las formas de ejercicio religioso. Así nació un Estado voluntariamente laico: eran contrarios a una Iglesia de Estado, pero el Estado debía ser laico precisamente por amor a la religión en su autenticidad, que sólo se puede vivir libremente”.
Las razones históricas del Estado confesional son bien conocidas y apenas vale la pena detenerse en ellas. Igual de evidente es la evolución de la humanidad en este campo y también la de la Iglesia. Poner a la Constitución Política en sintonía con el pensamiento moderno y las garantías por las cuales aboga es una idea a la que hace años le llegó su tiempo.