Ignacio Walker, senador y ex canciller chileno, visitó el país para advertir de los peligros del populismo. El fenómeno, manifiesto en todo el mundo, ya demostró su capacidad de penetrar las democracias más maduras y ricas. Ningún país puede considerarse inmune en estos tiempos de desencanto con la política y las instituciones.
El populismo, de derecha o izquierda —no importa el signo— explota esas disconformidades, sean reales o percibidas, para ponerse del lado del “hombre común”, asumir su defensa y ofrecerle soluciones definitivas, por lo general simplistas. Casi sin excepción, cuando alcanzan el poder, los populistas conducen a sus países a la tragedia. Es importante aprender a reconocerlos.
El discurso populista procura comunicarse con la emoción, no con la razón. Por eso explora el enojo y el descontento. Del populista no se puede esperar un programa. Ofrece soluciones mágicas o se abstiene de describir los medios para concretar sus promesas. El mensaje se agota en dos o tres temas aptos para suscitar indignación, cuanto más severa mejor.
El populista se presenta como antisistema. Para hacerlo, condena todo lo vigente o, cuando menos, lo envuelve en una nube de cuestionamientos e insinuaciones. Contratos y tratados, compromisos estatales impulsados por gobiernos anteriores, serán reexaminados en el gobierno populista que, en campaña, no necesita decir por qué. Le basta con aprovechar el descontento generalizado para sembrar la duda.
La postura antisistema es tanta que nada puede quedar en pie. En democracias maduras, justificadamente orgullosas de impolutos sistemas electorales, el populista denuncia la inminencia de fraudes para descarrilar sus aspiraciones y, con ellas, las esperanzas del “hombre común”. Así, se presenta como víctima de fuerzas oscuras, descomunalmente poderosas y afincadas en el statu quo.
El populista denuncia la corrupción, no siempre con pruebas. En sociedades tan disgustadas con ese flagelo, a menudo no hacen falta las demostraciones. La emoción se sobrepone a la razón. Cuando al populista se le confronta con sus inventos o exageraciones y se le pide prueba, acusa a quien pregunta de defender el vicio. Por eso se declara ofendido por la prensa independiente y la ataca sin contemplaciones.
En nuestros días, se vale de las redes sociales para difundir ofensas y plantear posiciones sin temor a la repregunta. Mostrando los dientes en la Internet, el populista contemporáneo disimula su ignorancia y evita el riesgo de verse expuesto ante la opinión pública. Es reacio al debate y, cuando puede, se esfuerza por evitarlo, aun al costo de suscitar dudas.
Para dar credibilidad a sus exabruptos, el populista se declara extraño a la política, un outsider, aunque rara vez lo es. Su compromiso con la verdad es tenue y su memoria, corta. Pudo haber participado en otros gobiernos o demostrado recientes simpatías por candidatos “tradicionales”, pero, llegado su turno, se presenta como figura nueva e impoluta.
Los baños de pureza son práctica cotidiana del populista. Solo él, y quienes le sigan, entienden la decencia, no importa su historial. El populista ofrece drenar el pantano, poblado por criaturas del resto del espectro político, y olvida el húmedo tronco en donde un día anidó y sigue anidando, con otro croar.
La pureza desemboca, de nuevo, en la indignación, y el populista ofrece mano dura para aliviar (o avivar) los temores del electorado. También se empeña en hacer “justicia” con quienes hasta ese momento hubieran participado en política porque le cuesta trabajo identificar a alguno que no merezca el calificativo de corrupto, salvo que esté a su lado.
El populista aspira a ser un caudillo, en la peor tradición latinoamericana, pero, también, europea. Representa una grave amenaza para las instituciones y el Estado de derecho, al cual siempre profesará defender, porque conoce los límites impuestos por la ciudadanía que pretende confundir. Si alcanza el poder, comienza a probar esos límites y, entonces, los pueblos lamentan no haber reconocido, a tiempo, el populismo.