La política económica del presidente electo de los Estados Unidos es un mar de incertidumbre, contradicciones y falta de claridad. Lo que se conoce tiene aspectos que pueden afectar de forma negativa a la economía mundial, incluidos los países en desarrollo.
Entre los aspectos más negativos está el proteccionismo anunciado en detrimento de los países con quienes Estados Unidos mantiene una balanza de pagos deficitaria, como China y México. El objetivo inmediato es proteger al trabajador norteamericano no calificado de la competencia de la globalización, en vista de que muchas empresas han abandonado total o parcialmente su producción local, en busca de recursos más baratos, especialmente mano de obra. Esa práctica comercial, denominada off shoring (producción en el exterior) se ha generalizado en las últimas décadas por dos factores esenciales: la creciente mano de obra más barata en países emergentes y en desarrollo, cada vez más calificada, y los bajos aranceles de importación en el territorio norteamericano que permiten reimportar la producción a precios más competitivos.
El proteccionismo, sin embargo, es muy mal consejero. Marcha a contrapelo de la moderna teoría económica que recomienda la más amplia competencia internacional para asignar los recursos de la manera más eficiente posible, ignora las ventajas comparativas y competitivas, los tratados internacionales como el suscrito por EE. UU. con México y Canadá, y la esencia misma de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Otros organismos, como el Fondo Monetario Internacional, del cual EE. UU. es miembro fundador y uno de los más influyentes, también se oponen al proteccionismo, por las mismas razones de eficiencia económica y oportunidades sociales.
Desafortunadamente, revivir el proteccionismo fue uno de los platos fuertes de la campaña de Trump. Tuvo resonancia entre los trabajadores no especializados ( blue collar workers ) que se sintieron parcialmente desplazados por sus competidores residentes en el exterior y, también, por la inmigración.
El partido del mandatario electo controlará ambas cámaras del Congreso –Senado y Cámara de Representantes– y profesa tradicionalmente una posición más proclive al libre comercio, que podría servir de contrapeso. Sin embargo, el ordenamiento jurídico concede al presidente potestad para introducir medidas arancelarias y no arancelarias de manera unilateral, algunas con vigencia limitada en el tiempo, sin tener que pasar por el Congreso. Esa es una fuente de preocupación.
Igualmente preocupante es la promesa de imponer aranceles hasta de un 35% a los productos de empresas norteamericanas que escojan expatriar su producción y conceder incentivos fiscales a la repatriación de utilidades retenidas en el exterior. Esas medidas podrían implicar una situación compleja para países en desarrollo, como el nuestro, que han dependido de la inversión extranjera para aumentar su crecimiento y financiar la balanza de pagos.
No está claro que las tarifas compensatorias vayan a extenderse a países ubicados en el área centroamericana bajo el alero internacional del TLC (Cafta), como Costa Rica, pero siempre existe el riesgo. En cambio, México y Canadá, cuyo acuerdo comercial fue señalado específicamente por Trump durante su campaña, pueden sentirse, con razón, sumamente preocupados. De hecho, el peso mexicano cayó un 7% en los primeros días tras la elección, al igual que la bolsa de valores local (-4%).
En el lado oscuro de las propuestas está, también, el menosprecio por el calentamiento global y la liviandad que se perfila frente al cumplimiento de las medidas ambientales. Trump amenaza con rescindir el último acuerdo firmado en Francia por el presidente Obama. Sin duda, un retroceso que se debería corregir. Aparejada a esas promesas está la intención, muchas veces repetida, de revivir las fuentes de energía más contaminantes, como el carbón.
Las propuestas de reducción de impuestos, desregulación y reducción del aparato estatal son objeto de intenso debate, tanto como la sustitución de la reforma de salud conocida como Obamacare –cuyo costo ha crecido mucho aunque extendió la seguridad social a 20 millones de personas– con medidas hasta ahora poco elaboradas. Mejor recibido en diversas esferas de la economía y la política estadounidense es la promesa de invertir intensamente en infraestructura.
Menos impuestos y un enérgico programa de inversión pública tendrían como resultado un incremento del déficit fiscal, al menos a corto plazo. Los asesores económicos de Trump aseguran que, a largo plazo, la mayor expansión de la producción, junto con menores exenciones y exoneraciones, tendrían un efecto compensador en el déficit, bajo la teoría de la oferta ( supply side economics ) del economista Arthur Laffer, aplicada por Reagan en su oportunidad. Podría suceder así, aunque la propuesta es discutible. En todo caso, el efecto inmediato sería un incremento de la inflación y, por consiguiente, de las tasas de interés.