En los últimos diez años, la Asamblea Legislativa aprobó 133 leyes de exoneración de impuestos, incluidas 33 durante lo que va de la administración Solís Rivera. En total, hay en vigor 1.292 leyes similares que le cuestan al país cerca de un 5% del PIB anualmente (casi un 18% del presupuesto nacional), más de lo representaría el paquete fiscal actualmente en discusión. Evidentemente, hay que parar la sangría. El problema es quién y cómo.
Las dificultades se hacen más complejas por la equivocada práctica legislativa de aprobar normas indefinidas –exoneración de todo tipo de gravámenes– y, en muchas de ellas, se omite especificar límites en el tiempo para evitar sus efectos y determinar sobre qué objetos o sujetos tributarios recaen los beneficios, como prescribe el Código de Normas y Procedimientos Tributarios en sus artículos 5 y 62; tampoco están sujetas a procedimientos de verificación y control.
En ese degradante proceso yerran simultáneamente los poderes Legislativo, que las aprueba, y el Ejecutivo, que las sanciona. Las normas creadoras de exoneraciones poseen igual jerarquía formal que el Código Tributario; solo una reforma constitucional resolvería efectivamente esa práctica abusiva, en el tanto fijara taxativamente cuáles entidades y actividades estarían exoneradas, quedando prohibido todo lo demás. Sería un ejercicio políticamente difícil de lograr, pero muy necesario para la sanidad de las finanzas públicas.
En la actualidad, las exoneraciones se aplican a los impuestos de aduanas, renta, ventas, selectivo de consumo y traspasos de bienes por venta, donación o segregación, y se extienden a un amplio elenco de entidades y personas, desde asociaciones deportivas, religiosas o de interés público, hasta organismos internacionales, diplomáticos, empresas privadas (zonas francas), instituciones públicas y la población en general sobre bienes y servicios, como los que excluyen del impuesto sobre las ventas a los productos de la canasta básica. Si, por ejemplo, se eliminara el proteccionismo a los productos esenciales y se permitiera la libre competencia con el exterior, bajaría el costo de la canasta básica y se podrían eliminar o reducir las exoneraciones vigentes para acabar el subsidio a los contribuyentes de mayores recursos, como sucede con el arroz.
Además de las exoneraciones, están las exclusiones de impuestos en distintas leyes y las exenciones de carácter permanente que también drenan los recursos públicos. Por ejemplo, la ley de impuesto sobre la renta excluye del gravamen a muchos sujetos que bien podrían tributar, como las cooperativas y asociaciones sin fines de lucro y partidos políticos, y hay también muchos tipos de ingresos exentos del todo, como los provenientes de fuente extranjera o gravados a tasas preferenciales y distorsionantes de la actividad productiva, que también podrían engrosar los ingresos brutos de los contribuyentes.
En cada uno de estos grupos o categorías se pueden identificar razones más o menos válidas para decretarlas. El problema es que la cobija no da para tanto ni para todos. Discutir cada una de las exoneraciones, exclusiones y exenciones tomaría tiempo y esfuerzo. Intentar una abrogación o derogación general –fácil de redactar y ejecutar– tampoco sería política ni económicamente viable, pues muchos beneficiarios enfrentarían de inmediato graves problemas financieros y, al final, se recargarían nuevamente las necesidades en el presupuesto nacional. Pero, pensándolo bien, la respuesta podría, quizás, orientarse por ese lado.
Una de las recomendaciones técnicas es sustituir los beneficios fiscales por partidas presupuestarias aprobadas anualmente para ser discutidas y competir en méritos –no en influencia política– con las demás partidas presupuestarias. En semejante modelo, la eliminación de las exoneraciones aumentaría los ingresos para financiarlas –con un evidente período de transición para el correspondiente acomodo– y se incluirían los gastos en el presupuesto ordinario. Eso permitiría al Ministerio de Hacienda evaluar cada año cuáles ameritan los beneficios, y a los diputados decidir si las mantienen o reducen, de conformidad con las respectivos necesidades. Permitiría, además, evaluar el uso, o abuso, de cada exoneración, en un más efectivo y cabal proceso de rendición de cuentas.
El proyecto de ley exenciones y no sujeciones a impuestos (N.° 19.531), presentado a la Asamblea Legislativa en abril del 2015, es un esfuerzo por sistematizar los regímenes de exenciones, probablemente más amplio y efectivo que los presentados en leyes similares anteriores, pero, desde nuestro punto de vista, todavía se queda corto. Los alcances de las exenciones definidos en el artículo 3 del proyecto siguen siendo muy amplios. Las exenciones y no sujeciones previstas en las leyes de renta y ventas, al igual que en otras de carácter especial, permanecerían vigentes, lo cual le resta fortaleza a la ley general.
El artículo 9 contiene una amplia lista de instituciones no sujetas a impuestos, algunas de las cuales son muy discutibles, como IFAM, INVU, Inamu, Conai, Consejo Nacional de Rectores, Earth, taxis, autobuses, ciclismo, bienes agrícolas, cooperativas, empresas y bienes de energía y muchas otras. La lista de exenciones sobre actividades, bienes y personas es muy larga –demasiado– para ser aprobada en su versión original. Debería ser objeto de una revisión y modificación muy profunda, de conformidad con los principios y recomendaciones arriba mencionados.