Era media tarde. El sol encaramado allá por Puntarenas hacía sombra en el camino ante una nutrida barrera de cipreses.
Yo iba por la sillada entre Naranjo y Zarcero y, cosa rara en mí, sentía el espíritu en aventura. Es más, llegué a decirme casi en murmullo: ¡Hoy puede pasar cualquier cosa...!
Esa es una ruta en la vida en la que sí parece válido ver hacia atrás, aunque sea de reojo, para relamer el gusto de recorrer una de las zonas más bellas del país.
Seguramente por eso en lo más alto del trayecto comencé a tararear: “...es mil veces más bella mi tierra...”.
Ahí por Llano Bonito guiñé un ojo a la primera, casi al mismo tiempo que pensé de otra: ¡Qué linda! Y seguí camino al norte a velocidad de holgazán, dichoso de vivir y presto a verlas todas una por una.
¡Uyyyy, Dios mío, qué hermosa esa! ¡Y aquella! ¡Ve esta otra! ¡Qué belleza...! Y la brisa empujaba el aliento de los montes hacia mí en momentos en que reflexionaba: ¡Qué extraordinaria es la vida... gracias, Señor!
Fue entonces cuando me dije convencido: de verdad que “la felicidad está donde la encuentras, raramente donde la buscas (y menos la hallaremos pensando que está fuera; es preciso hurgar en nuestro propio corazón)”.
Me acercaba a Zarcero y cada vez disfrutaba más la travesía. El olor a ciprés me hacía sentir casi en Navidad. En algunas curvas del camino el sol parecía esconderse a propósito, para que reinara una luz de melancólico tono verdeoscuro, propio de esos parajes.
La verdad es que desde mi partida de Tibás guardaba una emoción. Era un viaje voluntario, pero ineludible. Sabía que, después de dejar atrás las lomas en lo alto, hallaría remanso en la llanura.
Pasé ahí por el desvío hacia San Ramón, tomé la curva con tranquilidad, salí a la recta prolongada –siempre atento a lado y lado– y doblé hacia la izquierda apenas a medio gas.
Casi al salir de la cuesta...: ¡Qué maravilla! ¡Jamás había visto tanta belleza junta...! Fue entonces cuando me rendí por completo. No podía ser de otra manera... ¡Mmmmm... el embeleso...!
Allí detuve el viejo Nissan rojo. Desde las ventanas de una casa humilde en la ladera se desprendían todas ellas hasta inundar con sus encantos la orilla de la calle. ¡Las había rojas, blancas, amarillas, lilas, fucsias, moradas, anaranjadas, rosadas...!
¡Por Dios... nunca imaginé –y conste que son mis preferidas– dalias tan hermosas y en tan vistosos colores!
Y fui por ellas. Ahora son mías. No hay lugar para dudas. Ahí en Zarcero me enamoré otra vez.