A fines de la década del ochenta, mi hermano Miguel me regaló un set plástico de damas chinas y ajedrez. El primer juego lo conocía, el segundo no; pero la fijación con esas figuras casi mitológicas de reyes, reinas, peones, alfiles, caballos y torres fue inmediata. Otro hermano, Juan Rafael, me enseñó a mover las piezas con la advertencia de que él nunca jugaría conmigo, porque no tenía paciencia.
Durante mi último año de primaria tuve un profesor de Educación Física excepcional, Crisanto Ulate Vargas, quien, además de organizar torneos de fútbol, organizó uno de ajedrez, y ahí finalmente pude sacarme las ganas. Terminé en segundo lugar, detrás de Ilya Varela Savicheva. Fue una proeza haber perdido únicamente contra el chico ruso de la escuela; lo vergonzoso fue que me liquidó con un mate en cuatro jugadas: el Pastor .
Con esa derrota nacieron juntas la obsesión y la pasión. Los años siguientes parecen una nebulosa en la que se mezclan rostros colegiales y lugares diversos. Lo único que veo con claridad es que siempre estoy sentado frente al tablero. Tengo la impresión de que todo lo que hice en el cole fue jugar ajedrez, y que en mi tiempo libre estudiaba matemáticas y cívica.
Maestro y amigo. Conocí a Mario Valverde López en marzo de 1992. Entré a un salón en el Palacio de los Deportes en Heredia donde un señor muy serio reproducía jugadas en un tablero mural frente a un montón de carajillos inquietos. “A ver cómo le va”, me dijo, y me sentó en un rincón a jugar una serie de partidas contra tres machillos vacilones a lo que siempre recordé como “los hermanos Fuentes”. Gané las tres partidas. Al terminar, el señor le dijo a mi papá que me siguiera llevando.
Ese día regresé a casa con un ejemplar de la revista Jaque , que editaba desde Turrialba Johnny Karpinsky Dodero. En ella encontré un artículo de don Mario y así inició el aprendizaje.
A ese primer encuentro le siguieron 22 años de una amistad impagable. Don Mario fue, ante todo, el entrenador que me enseñó a estudiar todas las minucias del juego, el que ponía a prueba mi imaginación táctica con sus infaltables gambitos, el que me recomendaba ejercicios y lecturas, y el que me regañó en frente de todo el mundo en los Juegos Nacionales de Puntarenas por ponerme a jugar cosas que no conocía bien en mi partida contra Johnny Leandro de Cartago, lo cual le costó un punto vital a mi equipo.
Al cabo de los años, sus enseñanzas se convertirían en mis dos medallas en San Carlos 99, y luego tomarían un giro de humanidad de su parte, ya como amigo. Sigo agradeciéndole sus constantes preguntas sobre la salud de mi papá antes de que él muriera, su invitación a jugar con los veteranos de La Nueva Santa Lucía, donde Narciso y Angélica, su recriminación amistosa por no jugar más torneos, y sus visitas mañaneras a Libros Duluoz para jugar una partida y comprar algún libro de historia.
Su muerte ha rasgado una página enorme en la historia del ajedrez tico, y también una parte lindísima de mi propia vida.
Lo que más le debo al ajedrez es, sin discusión, la gente que trajo a mi vida, y don Mario Valverde fue el Rey omnipresente en cada uno de esos encuentros felices.A él le debo la alegría y el honor de haber pasado horas frente al tablero en compañía de condiscípulos como Jorge Sánchez, Roberto y José Mario Ramírez, Pamela y Melina Chaves, Andrea y David Porras, Carlos Barrios, David Villegas, Walter Salas, George y Charbel Zoghaib, Óscar Mario Campos, Pablo y Adriana Bonilla, Jefferson Vargas, Silvia y Alejandra Sánchez, Susana Acosta, Auxiliadora Hernández, Luis Paulino Benavides, César Arce y muchos otros. Generaciones de ajedrecistas estaremos por siempre en deuda con él.
Mario Valverde López (1946-2014) fue, además, presidente de la Federación Costarricense de Ajedrez en los años ochenta. Con su muerte, el ajedrez costarricense pierde uno de sus promotores y educadores más importantes de todos los tiempos, pero no su recuerdo.