El psicólogo francés Alfred Binet desarrolló en 1905 evaluaciones que posteriormente serían denominadas de “coeficiente intelectual”. Hoy son una reconocida herramienta y sabemos que tal coeficiente se refiere a los parámetros que determinan niveles de eficiencia respecto de la inteligencia individual.
Hoy distintos autores contemporáneos ampliaron el concepto hacia otras expresiones de la capacidad humana. A partir de que Daniel Goleman desarrolló la idea de inteligencia emocional, también se habla del “coeficiente emocional”.
En fin, los coeficientes miden los grados de eficiencia, que es la capacidad para realizar una función de la forma más óptima posible. Y como los coeficientes son parámetros para medir eficiencia, podemos afirmar que, así como existen coeficientes para mesurar la inteligencia emocional o intelectual, también para la cultura es posible definir parámetros que nos permitan determinar grados de eficacia en la consecución de los objetivos de la prosperidad integral de las naciones.
Por ello, si de cultura nacional se trata, también podemos aludir a un coeficiente, pues la cultura, al igual que cualquier otra inteligencia, requiere niveles de eficacia para lograr objetivos de bienestar.
Calidad. La cultura nacional está determinada por el conjunto de convicciones comunes que condicionan los comportamientos de la sociedad.
Vale aceptar que, en todas las culturas, se revelan contribuciones a la civilización. Más no por ese simple hecho ellas se equiparan.
En un afán relativista, algunos sostienen que todas las culturas deben valorarse igual. Sin embargo, a partir de la experiencia histórica, tal criterio no se sostiene. Por ejemplo, no podemos justipreciar el sistema de creencias que dieron vida a la gran cultura renacentista europea del siglo XVI, de la misma forma en que valoramos la más reciente y execrable cultura fascista del XX. Darles el mismo valor a ambas culturas sería absolutamente injusto.
A partir del anterior ejemplo, se extrae otra importante lección. Siendo que indudablemente aquella cultura del siglo XX fue perniciosa, y la que cité del siglo XVI esplendorosa, una tercera conclusión que extraemos respecto del coeficiente cultural es que la calidad de la cultura no es asunto cronológico; no depende del transcurso del tiempo. Basta recordar que, en su momento, el sistema cultural fascista y el marxista representaron una corriente novedosa.
Por ello no caigamos en la trampa de aceptar ideas que van contravía de los valores que forjaron nuestra cultura, solo por el hecho de que en las sociedades de consumo ellas sean la pauta “novedosa”.
Vocación del espíritu. Aunque la cultura está condicionada por las convicciones, -y estas últimas son derivación de información que recibimos, la cultura no es simplemente información. La cultura es una vocación del espíritu. Otorga discernimiento y da sentido a la vida.
Por eso Vargas Llosa afirma que la historia ha demostrado que la primera transmisora de la plena cultura ha sido la familia y la Iglesia. De ahí que las sociedades que han corroído los fundamentos de ambas instituciones se sumen en profunda decadencia cultural. Sociedades en donde se da relevancia a lo zafio.
Por ello, como sociedad, es indispensable que tengamos claro cuáles son los condicionantes de una cultura con verdadera prosperidad.
El primer condicionante de una plena cultura radica en la solidez de sus estándares éticos. O sea, las sociedades que van asumiendo una “moral de mínimos”, o que relajan sus estándares morales vigentes, devalúan su cultura. El segundo radica en la convicción de progreso. Me explico. En la antigüedad grecorromana se daba por sentada la idea de que el cosmos era la realidad última y no se concebía que el universo hubiese tenido origen. Para los griegos, si el hombre aspiraba a cambiar el curso de la historia, o elevarse por encima de su realidad presente, cometía arrogancia contra sus dioses.
Bajo tal cosmovisión, era imposible desarrollar una idea de progreso. Por el contrario, la noción de progreso que hoy disfrutamos surgió a partir del concepto de que tanto el universo como el hombre fueron creados ex nihilo y que a partir de ahí se ha desarrollado un curso de evolución histórica según un plan general. Tal es, precisamente, la idea que sentó las bases de la racionalidad. Y es una concepción propia de la espiritualidad judeocristiana, aunque algunos desconocedores lo pretendan negar.
Autoridad y orden. El tercer condicionante de la cultura radica en la idea de autoridad y orden, que es lo contrario al caos. Los marxistas expulsaron a los seguidores de Mijail Bakunin en la Primera Internacional precisamente porque sabían que el anarquismo impedía cualquier construcción social, y ellos aspiraban a imponer la dictadura del proletariado.
Un cuarto condicionante de una plena cultura radica en la aceptación de la escala de valores. Donde el relativismo se impone y todo equivale, la virtud no tiene capacidad de resistencia, porque desaparece el concepto de lo que es la verdad. Por eso, donde todo equivale, la gente teme contradecir lo que se impone como políticamente correcto.
Este es uno de los grandes males de nuestras sociedades posmodernas. Lo que además ha generado el derribo de las fronteras que deslindaban lo inculto de lo que es cultura. Al ser sociedades donde la escala de valores fue demolida, tanto el conocimiento como el comportamiento carecen de finalidad moral-espiritual. Así las cosas, es imposible que nuestras acciones o conductas sean transmisoras y procreadoras de cultura.
Valor de la libertad. El último condicionante de las sociedades de elevada cultura radica en el valor de la libertad. Por ello, en la verdadera cultura, ni el poder, ni el Estado son una suprema encarnación de la idea –como creía Hegel–, sino un instrumento subordinado al servicio del hombre.
Tanto la economía como la ciencia y la espiritualidad tienen un carácter distintivo en las culturas superiores. La economía no está supeditada a la especulación o al simple consumo, pues este no se afirma como una finalidad en sí misma; el dinero solo está en función de hacer posibles los procesos de producción para satisfacer necesidades genuinas. La ciencia se practica éticamente, sin hacer divisiones entre el ámbito de los hechos naturales y el de los valores morales.
Finalmente, la espiritualidad solo se entiende si ella implica compromiso moral. Sin tal compromiso, la espiritualidad pasa a ser superstición.
Fernando Zamora Castellanos es abogado constitucionalista.