LIMA – Colombia ha estado luchando contra el terrorismo de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FARC) por los últimos 52 años y, sin embargo, aún no ha ganado la guerra. A principios de octubre la mayoría de los colombianos rechazaron el plan del gobierno del presidente Santos para pacificar el país.
El Perú, por su parte, venció al terrorismo de Sendero Luminoso en menos de doce años (de 1980 a 1992) y más del 85% de su población aprobó esta victoria.
¿Por qué? Por dos razones.
Primero, los peruanos se enfocaron en crear derechos para los más pobres que estaban bajo el control (asedio) de los terroristas –tal y como lo enunciaron los acuerdos de 1991 entre el Perú, Estados Unidos y las Naciones Unidas–. Mientras que en el caso del presidente Santos, a pesar de sus buenas intenciones, sus esfuerzos culminaron en un plan de paz enfocado en crear derechos para los terroristas.
Segundo, el gobierno peruano nunca compartió con los terroristas su derecho soberano para crear normas ni negoció fuera de sus fronteras sobre el control de su territorio nacional, por lo que se ganó el apoyo patriótico de sus ciudadanos. Contrariamente, Santos cedió parte de la soberanía de su país a los terroristas (zonas del territorio, representantes políticos no elegidos, medios de comunicación e impunidad). Fueron tratados como iguales en negociaciones auspiciadas por un gobierno extranjero de facto y con agenda propia, llamado Cuba.
Y no es que el gobierno peruano haya estado en una posición de supremacía: en 1987, el 60% de su territorio estaba en estado de emergencia y tanto la Corporación Rand como el Departamento de Defensa de los Estados Unidos predecían que para inicios de 1992 Sendero Luminoso podría obtener una victoria total.
Lo que permitió que los peruanos desarrolláramos una estrategia ganadora fue que nos dimos cuenta de que, aunque los terroristas eran extremadamente impopulares entre la gente –como lo son en Colombia– y que no controlaban realmente grandes extensiones del territorio nacional, su éxito consistía en su habilidad para operar a partir de bastiones inexpugnables en áreas clave donde no se les podía distinguir de la población local. Los pobladores no estaban dispuestos a denunciar ante las autoridades a los terroristas que convivían con ellos.
Gradualmente, hacia 1990, nos dimos cuenta de que la razón por la que agricultores y mineros pobres eran renuentes a identificar a los terroristas, era porque estos protegían los derechos de los pobres, documentados en 182 registros informales encontrados principalmente en las localidades devastadas por la guerra, como Ayacucho, Cusco, Apurímac, Junín, San Martín y Huánuco.
Estos registros, elaborados por las comunidades locales, son fundamentales, pues proveen la información esencial sobre los términos del contrato social que las unifica. Además, establecen quién tiene los derechos soberanos para crear y hacer cumplir las reglas que permiten a la gente –individual o colectivamente– poseer, transferir y combinar sus activos; así como quién tiene las facultades para recibir inversiones o garantizar créditos. Estos registros tienen también un valor militar estratégico al permitirnos localizar y distinguir a los amigos de los enemigos.
Comprendido lo anterior, los estrategas peruanos supieron qué hacer: identificar a los líderes de las comunidades que administraban los registros, legalizar, estandarizar y armonizar los derechos de los pobladores contenidos en ellos con los de sus colindantes o los que pudieran oponérseles y, finalmente, aprobar la legislación que proteja estos derechos de manera más eficiente que las armas y así liberar a los pobres de tener que suscribirse a la ideología, autoridad y programas militares de los terroristas.
El resto es historia: una vez que el control de los registros les fue arrebatado a los terroristas, su rol como defensores del contrato social local terminó. Inmediatamente, unos 120.000 pobladores de las localidades se unieron a las fuerzas armadas para luchar contra el terrorismo y –cuadruplicando su tamaño de un día para otro– identificaron y derrotaron rápidamente al ejército senderista en las áreas rurales, donde el 95% de la guerra tuvo lugar.
La guerra ya prácticamente había terminado cuando en 1992 el líder terrorista Abimael Guzmán fue capturado en Lima, en el segundo piso del estudio de una bailarina, por unos policías muy inteligentes, sin disparar un solo tiro y simplemente porque este ya no tenía ni siquiera un guardia armado para protegerlo.
¿Qué nos enseña esta historia? Que se puede ganar la guerra contra los terroristas si se les quita la capacidad para controlar los derechos sobre los activos de la gente, porque este es el factor clave en todo contrato social. Véase “Cómo el Perú venció al terrorismo” en www.ild.org.pe.
Desafortunadamente, ayudar a los peruanos a ganar algunos derechos no es suficiente. Hoy, 5.000 millones de personas –de un total de 7.300 millones– de la población mundial, tienen sus activos tangibles e intangibles fuera del sistema legal y estos no pueden ser otorgados en garantía para inversiones o crédito, ni combinados para generar valor agregado ni ser utilizados como credenciales para obtener servicios públicos. De estos cinco mil millones, los más desesperados son eventualmente vulnerables a los reclutadores terroristas.
La mala noticia es que el mismo sistema que los peruanos utilizaron para incluir los registros de millones de pobres dentro de una economía expandida no tiene la capacidad ni la escala para atender rápidamente el desafío de incluir a miles de millones.
La buena noticia es que los avances recientes en las tecnologías de información pueden acelerar y enriquecer ese proceso. Por ejemplo, ya hemos aprendido cómo localizar, extraer y compilar la información de registros locales, de manera que esta pueda ser transportada, insertada y publicada en una red global transparente –utilizando como una vía rápida las tecnologías de redes de información como el blockchain. Esta misma vía puede ser usada para transportar información desde la red global hacia las comunidades locales, de manera que ellas mismas puedan verificar si la integridad de sus derechos está siendo respetada, sin necesidad de la protección de terroristas.
En conclusión: ahora que la mayoría de colombianos –liderados por los expresidentes Álvaro Uribe y Andrés Pastrana– han rechazado el acuerdo de paz de 297 páginas elaborado en La Habana, ellos tienen la oportunidad para llegar a un acuerdo que empodere a las comunidades pobres y las aparte del terrorismo.
Así, Colombia no solo podrá retomar su total soberanía, sino también enviar un mensaje a todos los terroristas potenciales y vencidos de América Latina que hace tiempo buscan renacer, que la paz colombiana no será el precedente que esperaban para tomar sigilosamente por los caminos enredados del derecho internacional público, el poder político.
Hernando de Soto es presidente del Instituto para la Libertad y la Democracia y el autor de “El misterio del capital”. © Project Syndicate 1995–2016