En una verdadera democracia, la Constitución Política es, esencialmente, la enunciación de tres sistemas preceptivos.
El primero son los ideales superiores de la nacionalidad y en él se enumeran principios tan fundamentales para la nación como lo son independencia, defensa nacional, soberanía, jurisdicción territorial, democracia, ciudadanía y nacionalidad, adecuado reparto de la riqueza, protección de la familia, los principios cristianos de justicia social que enumera nuestro artículo 74 de la Constitución o la protección del medioambiente, entre otros.
El primer sistema preceptivo es, básicamente, la enunciación de los valores de contenido patriótico, cultural y espiritual de la nación.
El segundo, enuncia el conjunto de principios que determinan las líneas de existencia, los límites y las relaciones entre los poderes públicos. En otras palabras, el régimen de existencia, control y límites al poder organizado.
Finalmente, el tercero, contiene el conjunto de principios que determinan el régimen de libertades, derechos y garantías que tenemos los administrados frente al poder constituido; o sea, el régimen público de derechos y libertades.
Estos tres grandes conjuntos normativos conforman la Constitución Política de una democracia.
Ilustremos una idea importante respecto al primer sistema preceptivo, el que enumera los ideales constitucionales. Por ejemplo, en una Constitución se enumera como un precepto fundamental la necesidad de proteger a la madre y al menor en riesgo.
Ahora bien, no debería ser menester del constituyente definir qué tipo particular de institución lo hará o cuáles características debe tener esa dependencia, pues eso es menester del legislador y debe resolverlo la ley.
Las leyes ordinarias son mucho más flexibles y se adaptan de forma más expedita a las circunstancias. Por ello, siempre me he preguntado por qué razón nuestra Constitución establece que algo tan serio, como lo es la protección especial de la madre y el menor, deba hacerse por medio de una dependencia burocrática determinada, e incluso, que la misma Constitución defina algo tan puntualmente legal como el nombre de tal entidad.
Igualmente innecesario es que nuestra Constitución sea la que defina el hecho de que empresas públicas del Estado, como lo son los bancos o las entidades aseguradoras, sean obligatoriamente establecidas bajo el régimen de las instituciones autónomas. En este aspecto, insisto, la Constitución debe ser esencialmente, en primer término, la enunciación de ideales, principios y valores; en segundo término, el régimen de existencia, control y límites al poder organizado; y finalmente, el régimen público de garantías, derechos y libertades.
Majestad normativa. La Constitución es una majestad normativa. Por ello, no es un programa de gobierno, ni debe definir políticas públicas. No es un plan de desarrollo, ni tampoco una plataforma político-programática. Menos aún, debe instituir entidades o dependencias concretas que hoy pueden cumplir su función bajo una determinada forma o identidad, pero que, en un futuro cercano, esa forma solo pueda variarse bajo el pesado yugo de un procedimiento agravado de reforma, como lo es el constitucional.
Ciertamente es sublime que la Constitución enuncie y abrace la defensa de los grandes sistemas culturales y espirituales que han definido a un pueblo a lo largo de su historia, como lo son sus valores espirituales, pero jamás debe asumir posturas político-ideológicas.
Coincido con Luis Villoro, quien denunciaba que muchas ideologías políticas usualmente son construcciones mentales preconcebidas, que responden al interés de grupos afanados en obtener poder.
Por ello, la Constitución de una nación no debe ser la camisa de fuerza que obligue a los gobiernos a dirigir sus políticas gubernamentales en una u otra dirección ideológica.
Reformas preocupantes. Por esto me preocupan algunas iniciativas de reforma constitucional, como el expediente 18.238, promovido por diputados de la coalición Partido Acción Ciudadana-Frente Amplio.
Tal iniciativa pretende reformar el artículo 50 de la Carta Magna para incorporar una política económica de planificación centralizada en materia agropecuaria. Se plantea sobre la tesis de la soberanía alimentaria, algo que, independientemente de la buena intención que tenga, es absolutamente impropio en una constitución política.
Bajo esa misma tesitura, el día de mañana, cuando regrese algún gobierno que crea, por ejemplo en la apertura comercial internacional, se verá tentado a establecerla por la vía de la reforma constitucional, lo cual sería algo igualmente absurdo.
De aceptarse esta peligrosa práctica legislativa, en cualquier momento aparecerá un diputado proponiendo que, por la vía constitucional, se imponga también el régimen de minidevaluaciones o se prohíba el de bandas cambiarias.
Aún más. La influencia ideológica en las instituciones jurídico-constitucionales, como lo es por ejemplo el referendo, puede alcanzar ribetes peligrosos.
En días recientes, el periódico La Nación denunció que el país sería llevado a un proceso de referendo nacional, por un proyecto que obligaría al Estado a consultar los planes de carácter ambiental a una asociación privada domiciliada en Puerto Viejo de Sarapiquí, lo cual es un absurdo, si recordamos que los artículos 2 y 4 de la Constitución nos advierten que la soberanía reside en el pueblo y que ninguna reunión particular de personas puede asumir cotos vinculantes de representación popular, ni arrogarse esos derechos, ni asumir peticiones en nombre del pueblo costarricense.
Aceptar un referendo de estas características es una abierta violación a dos de los cuatro primeros principios fundamentales de nuestra nación.
Como ciudadano, me abriga una profunda preocupación cuando observo como, en nombre de determinadas ideologías, se pretenden cambios que representan un franco retroceso en nuestro sistema jurídico.
Y peor aún, cuando los condicionamientos ideológicos atentan contra nuestro régimen de libertades. Esto último lo señalo por cuanto, en días atrás, los medios de comunicación informaron del proyecto de Ley 18.709, el cual pretende imponer cinco años de cárcel a cualquier hombre que incurra en lo que la iniciativa denomina acoso “político” contra una mujer.
Alguien habrá de explicarnos en qué consistirá ese tipo sancionatorio tan sui generis , la conducta política masculina tan particular que merezca una pena tan draconiana. Cosas veredes, amigo Sancho.
Fernando Zamora es abogado constitucionalista.