Recientemente, estuve en Paso Canoas para colaborar con el Ministerio de Gobernación como intérprete voluntario, en aras de ayudar a los migrantes africanos, atrapados en el limbo. Vuelvo muy dolido, con un sentimiento de impotencia y mucha rabia. No hay palabras para decir sus sufrimientos. ¿Por qué abandonaron África? ¿Cómo han llegado a Costa Rica? ¿Cuáles son sus esperanzas? ¿Cuáles serían las posibles salidas?
Muchos de ellos gastan los ahorros familiares en el viaje. Andan clandestinamente en buques, a merced de traficantes de personas. Tras semanas en la zona internacional del Atlántico, de repente les ordenan trasladarse a pequeños barcos para la etapa final con supuestos pescadores, quienes, en lugar de peces, acarrean hombres y mujeres. Los que logran conseguir la visa auténtica o, en su defecto, comprada a falsificadores, viajan en avión hasta alguna ciudad sudamericana. Luego, inician la penosa odisea hacia el Paso del Norte, llenos de una inquebrantable voluntad de cumplir el sueño americano.
Después de haber recorrido diferentes países, en bus o caminando durante semanas, durmiendo a la intemperie, sufriendo arrestos, asaltos y todo tipo de humillaciones, llegan agotados a Costa Rica.
A todas luces, el país no está preparado para recibir a tantos migrantes. Ya son más de mil los que han ingresado ilegalmente. Más grave aún, todo parece indicar que el fenómeno apenas comienza. Pocas cosas son tan democráticas como la miseria. Mientras no comprendamos las raíces del mal que afecta a la aldea global, estos “miserables” del siglo XXI, viajeros sin equipaje ni pasaporte, que ya se lanzaban al Mediterráneo, y ahora, al Atlántico, llegarán en oleadas cada vez más grandes a las puertas del mundo civilizado, suplicando: “Tenemos hambre”.
Improvisación. He observado mucha improvisación, inconsistencia e informalidad en las autoridades del Ministerio. Otorgarles un documento que autoriza “una permanencia máxima de 30 días naturales” y luego no preocuparse por dónde están ni cómo salen del país, es cuando menos alarmante e irresponsable.
Los abogados y los policías de Migración trabajan en condiciones deplorables, en una unidad móvil, bajo temperaturas sofocantes. Aunque deberían ser puntuales: nada justifica dar citas a las ocho y empezar a las nueve.
Un senegalés nos dio una lección. Lo citaron con su familia para el traslado al refugio en La Mona o al de Buenos Aires. Esperó en fila todo el día bajo el sol ardiente, al final de la tarde, había que traducirles que ya no quedaba campo.
Entonces pidió la palabra: “Dile al policía que un sabio africano nos enseña: 'La promesa es una deuda'. Usted nos prometió refugio para hoy, y no cumple. Se lo perdono. Pero si mañana no paga su deuda, será entre su conciencia y Dios”. Tuvo que dormir otra noche a la intemperie, pues los toldos de la Cruz Roja estaban repletos. En el desordenado campamento de Paso Canoas, las condiciones son indignas.
No obstante, empapados en sudor, los funcionarios se empeñan en atender como pueden a los que se llama oficialmente “extracontinentales”. En cuatro días vi ocho paquistaníes y afganos, dos iraquíes, varios brasileños y haitianos que se hacen pasar por africanos, y centenares provenientes de unos diez países de África.
Hay quienes nunca habían oído hablar de nuestro país. Pero inmediatamente mandan mensajes para tranquilizar a sus familiares: “Ya estamos en un país llamado Costa Rica, no tiene ejército, es pacífico y respeta los derechos humanos”. Escuché repetidas veces: “Sabemos que este país no puede recibirnos, pero estamos agradecidos con el pueblo costarricense, diles que solo queremos pasar”.
Esperanzados. ¿Por qué se exilian? Un estudiante congoleño aclara: “En África, si trabajas o no, es igual, no tienes nada. En Brasil trabajé en la agricultura desde el amanecer hasta el anochecer por 200 dólares al mes. En Estados Unidos, te pagan por lo menos 2.000 dólares. Hicimos una promesa a la familia. Nos ayudaron a viajar. Ahora, debemos enviarles dinero para comer”.
Una madre de Níger indica: “En América, mi hijo puede llegar a ser un gran hombre como Obama. En cambio, en África, usted entiende, mon frèr e (mi hermano)”.
Es admirable la valentía de estos jóvenes. No es fácil cruzar el Atlántico clandestinamente, viajar por países desconocidos enfrentando la barrera idiomática y otros obstáculos, en busca de una vida mejor. Es preciso revisar las Convenciones de Ginebra relativas al asilo. Se admite como refugiados a las víctimas de guerra y de violencia política; en cambio, quienes huyen del hambre son rechazados por ser inmigrantes económicos.
Abandonar un país que no garantiza condiciones para una vida digna ha de ser un derecho fundamental de toda persona. Por eso, queman sus pasaportes para evitar la deportación. Es impresionante su voluntad de vivir. Lejos de ser invasores, son mártires de un mundo injusto, polarizado.
Responsables. Yo acuso a los dictadores africanos que han creado condiciones humanamente insoportables, y a sus cómplices de las democracias occidentales, quienes después de siglos de colonización, continúan saqueando las riquezas africanas a través de multinacionales, apoyando descaradamente a regímenes poscoloniales, caracterizados por la corrupción y la violación sistemática de los derechos humanos.
Yo denuncio a los traficantes de personas, quienes aprovechan la miseria y la inexistencia del sueño africano, lucrando con gente desesperada.
Cerrar las fronteras no es la solución, favorece a los coyotes, quienes suben las tarifas para atravesar furtivamente el territorio nicaragüense. Tal decisión resulta execrable, sobre todo, tratándose de un país cuyos humildes ciudadanos también se ven obligados a exiliarse. Decían: “Sabemos que Nicaragua es pobre, diles que solo queremos pasar”.
Yo denuncio a los que levantan muros, en vez de construir puentes de unión entre los pueblos. Urge invertir en obras útiles para contribuir al desarrollo del sur, y crear un mundo equilibrado, solidario, donde no precise exiliarse para disfrutar de una vida digna.
El autor es escritor.