Por diversas razones, en los últimos años me tocó acercarme de lleno a la obra de Eunice Odio, a quien considero la más alta poeta costarricense del siglo XX, la que llegó más arriba y más hondo en su vuelo poético, aunque a algunos les pueda parecer cuestionable tal juicio. Su poesía metafísica, la de El tránsito de fuego, sin duda es difícil de aprehender, se requiere de un alto grado de abstracción y de sensibilidad por parte del lector para abismarse en su escritura mítica y universal.
Pues bien, una mañana, cansado de revisar el material liberado por el gobierno de Estados Unidos que mostraba cómo Eunice Odio fue espiada (“observada”) desde que ganara el premio de poesía dado por el gobierno guatemalteco de Juan José Arévalo en 1947, hasta los años sesenta cuando menos, decidí pasar a algo más vivencial y me fui a visitar el barrio donde vivió.
El edificio de Río Neva n.° 16 donde viviera ya no existe tal cual. En su lugar se encuentra uno perteneciente al Sindicato Mexicano de Electricistas. En su entrada se podían ver muchas mantas con leyendas que protestaban contra la reforma laboral. También hay varios puestos callejeros de fritangas, que proveen a los empleados de quesadillas, tacos, gorditas, sopes y refrescos. No creo que tanta promiscuidad gastronómica y laboral hubiera sido de su agrado, y no por clasismo, pues el héroe de uno de sus dos cuentos es un recogedor de basura, que se convierte en mariposa. Me detuve en la acera frente al edificio y seguí observando en silencio la escena urbana.
¡Cómo ha cambiado el barrio desde los tiempos de Eunice, los sesenta y principios de los setenta, a un lado de Reforma! Sin embargo, algunas de las casas de entonces todavía perduran, como la vieja mansión porfirista ubicada frente a donde estuvo el edificio de Eunice, y que ella miraba curiosa desde su alta ventana. Cuenta en su correspondencia que había ahí un perro gran danés, al que ella consideraba cercano. Observé el jardín descuidado de la casona, amenazada por los nuevos edificios de apartamentos, y me imaginé al perro fantasma, grandote y sensible al hechizo órfico de la poeta muerta.
Paseo. Recorrí las calles medio arboladas del lugar, el parque de la esquina, la iglesia moderna ubicada a la vuelta de donde vivió, y que seguramente visitó Eunice sin mayor emoción, pues no estaba ahí su icono favorito, san Miguel Arcángel, como sí lo encontró en las iglesias de Pino Suárez y, sobre todo, la de Nonoalco, y sobre el que escribió uno de sus mejores poemas mexicanos (dedicado por cierto a Elena Garro y a su hija Helenita); vi las fondas o restaurantes populares cercanos que, si no eran los mismos, se parecían mucho a los que ella visitara, comí su deliciosa comida proletaria, en fin, por un buen rato me moví en ese ambiente que alguna vez fue el suyo, y que, de cierta forma, ahora también es mío, después de más de tres décadas de vivir en esta ciudad.
Lo hice en silencio, con atención, buscando sus pasos perdidos en el asfalto, su camino de pétalos de margaritas (sus flores preferidas), sus pisadas diluidas por el tiempo. Llegué así de nuevo a Reforma y, del otro lado de la avenida, descubrí un conjunto de banca y escultura de la artista Leonora Carrington, a la que Eunice conociera y sobre la que escribió. Me resultó una buena señal que al final de Neva, la calle de la poeta, y cruzando Reforma, esté ahora la banca surrealista de Leonora, junto a su escultura del Cocodrilo. Me senté en ella.
Aparición. Era extraño pero casi no había movimiento de gente y de coches en ese momento, como si se hubiera abierto un paréntesis de silencio, una burbuja en el trajín de la urbe, y, entonces, en poética epifanía, creí ver en el otro extremo de la banca a Eunice translúcida, brillante por el sol de la tarde, sonriente, callada, disfrutando el viento que soplaba sobre nosotros. Sin embargo, sus largos cabellos negros de Kali mesoamericana no se movían. Parecía una mariposa atrapada en una piedra de ámbar.
Un claxon sonó y rompió el encanto. Eunice ya no estaba en la banca de Leonora y solo quedamos ahí el gran cocodrilo navegante, con sus dientotes sonrientes, y yo. Lo demás era luces y sombras, carros que surcaban las aguas de Reforma con más velocidad que el grupo de reptiles en su bote lagarto de metal. Me alejé del lugar lentamente, subido en la barcaza, navegando por un espectral canal de Tenochtitlan, rumbo al cerro de Chapultepec, con una piedra de ámbar en mi mano derecha y un verso euniciano en mi oído izquierdo.
El autor es escritor.