Luis Alberto Monge fue un político de convicciones. Por ello, cuando asumió el poder, tenía claro qué necesitaba la economía costarricense.
Sus discursos económicos inaugurales coincidían en una idea central: era indispensable crecer hacia afuera, diversificar la cerrada economía de entonces y conquistar una mayor modernización de nuestro aparato productivo.
Para ello era indispensable dirigir la producción hacia los mercados externos, de tal forma que las exportaciones impulsaran la producción y garantizarían el flujo de divisas necesario para salir del bache económico en el que estábamos cuando él asumió el poder.
Ante esa necesidad, ¿qué hizo? Contando con una mayoría legislativa de 33 diputados, Monge consiguió rápidamente la aprobación de una ley que permitió dos mecanismos básicos de promoción de exportaciones: el contrato de exportación y el régimen de admisión temporal. Esto favoreció el proceso de despegue de lo que hoy conocemos como zonas francas.
Un año después dictó el decreto 16196, que estableció la autorización a la Corporación de Zonas Francas (CZF) para conceder–por la vía del concurso público– la administración de la infraestructura de zonas procesadoras de exportación. Además, permitió que los beneficios del régimen también se aplicaran a los parques industriales privados.
Implementadas estas medidas prácticas, la economía despegó. El auge económico fue producto de su sensatez política, su claridad mental, el definido enfoque de sus objetivos, y la colaboración de una generación de políticos y partidarios competentes.
Puerta al desarrollo. El régimen de zonas de exportación impulsado en su administración fue lo que posteriormente permitió la instalación en Costa Rica de importantes empresas extranjeras de alta tecnología. La llegada de estas compañías ha sido promovida por el fenómeno de fragmentación de los procesos productivos que ellas sufren.
Como usualmente estas empresas reconstituyen sus encadenamientos, entonces, los países –especialmente aquellos en vías de desarrollo– sostienen una vigorosa competencia para capturar y sostener en sus naciones ese tipo de inversiones.
El celo de esta competencia tiene una causa obvia. Está más que demostrado lo que genera a la economía y al desarrollo humano la inversión extranjera directa en alto valor de conocimiento. Al fin y al cabo, qué es crecer sino el hecho de sustituir la producción simple con otros productos de cada vez mayor valor agregado en conocimiento.
Es así, aunque aquí hay quienes alegremente opinen en contra de ello y promuevan la idea de que debe gravarse esa inversión. Ahora bien, muchos de los enemigos de tal inversión extranjera lo son porque tienen expectativas erradas de lo que ella debe producir. La inversión por sí sola no es una poción mágica que sustituye las soluciones, que son responsabilidad del resto de los actores político-económicos de una sociedad.
A largo plazo, un país como el nuestro puede obtener beneficios permanentes y estables de la inversión en alta tecnología, pero únicamente si somos capaces de que los intereses estratégicos de dichas empresas se mantengan coincidentes con lo que nosotros podemos ofrecer.
Sin una estrategia de Estado coherente, es imposible promover y sostener estas inversiones.
El papel que desempeñan las políticas gubernamentales es fundamental.
Estimulo a la inversión. Solo una política pública enfocada en la protección y estímulo de la inversión puede elevar nuestras capacidades locales. Veamos. Esencialmente, ¿qué buscan las empresas de alta tecnología al invertir? Es una verdad de Perogrullo afirmar que –por las presiones de la competitividad– ellas demandan primeramente condiciones de privilegio y bajo costo. En investigaciones sobre la materia, Richard Caves y John Dunning resumen lo que todo gobernante sensato debe saber: que las corporaciones de alto nivel requieren un ambiente laboral pacífico, garantía de estabilidad y seguridad jurídica que impidan cambios abruptos de las reglas del juego, estabilidad política, respeto irrestricto al derecho de propiedad, ventajas en los costos tributarios, servicios públicos que no sean onerosos y, finalmente, infraestructura adecuada para la logística y el transporte de su producto. Pero todo lo anterior no basta. La sociedad que las acoge debe tener la capacidad de realizar vinculaciones locales que les ofrezcan servicios complementarios eficientes y que se expanda la base doméstica de conocimientos de manera que sea posible satisfacer la demanda de una producción que, con el tiempo, se vuelve cada vez más sofisticada. Las sociedades que ofrecen esto son las que tienen verdadero potencial para atraer y sostener la inversión en alta tecnología.
Tal como la distinguida economista Eva Paus afirma –a cambio de lo anterior–, las empresas de alta tecnología elevan nuestras capacidades tecnológicas domésticas, incrementan nuestra posibilidad de desarrollo industrial sostenido, producen el efecto de expansión de nuestros conocimientos y, además, como país anfitrión, accedemos a redes de producción global.
Asimismo se estimula la dinámica de que productores locales se transformen en proveedores de insumos de productos con mucho valor agregado en tecnología. Y, por otra parte, la demanda de servicios y la economía laboral, que por sí sola genera la actividad de estas empresas, genera una vigorosa dinamización de la economía alrededor de donde se han instalado.
Sin embargo, nos hemos estancado porque no le hemos dado continuidad a una política pública y a un marco jurídico coherente que permita el proceso de estímulo continuo de este tipo de inversiones.
Vale la pena. No niego la encomiable labor de las entidades agrupadas alrededor de nuestra política de atracción de inversiones, como los son Cinde o Procomer. Lo que pasa es que, por no estar respaldados en una verdadera política de Estado, sus esfuerzos están aislados.
Al igual que lo hizo la clase política de la década de 1980, es indispensable la aprobación de una legislación marco que les ofrezca a las empresas de alta tecnología mejores condiciones de estabilidad y seguridad jurídicas. Y no seamos ingenuos, para sostener las inversiones en alta tecnología es indispensable un marco normativo integral que ofrezca condiciones de verdadera ventaja. Si no, ¿por qué habrían de escogernos? ¿O es que creemos que somos la única sociedad con buenas condiciones que ofrecerles?
Lo que al final del camino estas empresas generan bien vale aprobarles condiciones de ventaja. De no actuar pronto en esta materia, veremos pasivamente el tren de la modernidad arrancar sin estar en él sentados.
Se dice que Enrique IV afirmó que París: bien vale una misa. Por algo lo dijo.
(*) Fernando Zamora Castellanos es abogado constitucionalista.