L a Nación ha publicado recientemente la noticia de que el Comité de los Derechos del Niño, de la ONU, ha hecho una fuerte advertencia a la Iglesia católica, respecto a que debe actuar con mayor severidad contra los abusos sexuales a menores de edad cometidos por sacerdotes, hechos que, desgraciadamente, se han producido en todo el mundo, pero, sobre todo, en Irlanda y los Estados Unidos.
El Comité, al examinar el segundo informe periódico, presentado por el Vaticano, sobre el cumplimiento de la convención internacional que protege los derechos de los menores, encontró que “se le ha dado preferencia a los intereses del clero” y que, además, “no ha establecido ningún mecanismo para investigar a los acusados de perpetrar abusos sexuales ni tampoco para procesarlos”.
Es la primera vez que un organismo internacional de tanto prestigio como la ONU se refiere a un mal que carcome a la Iglesia católica desde hace muchos años, sin que esta institución haya tomado ninguna verdadera medida para acabar con este mal, pues, más bien, lo que ha hecho es proteger a los culpables y evitar los escándalos pagando sumas millonarias a los familiares de las víctimas.
En el artículo “Perversión religiosa,” que publiqué en esta misma página el 27 de setiembre del año pasado, comenté sobre las lavanderías de las Magdalenas, en las cuales las Hermanas de la Misericordia, de Nuestra Señora de la Caridad y las del Buen Pastor mantuvieron en esclavitud a centenares de mujeres y niñas que sufrieron humillaciones, abusos sexuales y torturas físicas y psicológicas.
En estos días, también, el canal televisivo HBO transmite un documental dirigido por el laureado director Alex Gibney, con el título “Mea máxima culpa. El silencio en la casa de Dios”, en el cual se examinan los crímenes del sacerdote Lawrence Murphy, quien tuvo a su cargo la escuela para niños sordos de St. Francis de Wisconsin y abuso sexualmente de más de 200 menores de edad durante muchos años. Como cuenta el documental, el papa Benedicto XVI conoció el caso cuando era el cardenal Joseph Ratzinger, pero nunca tomó ninguna medida para un posible castigo y fue su secretario, el cardenal Tarcisio Bestone, el que contestó al obispo de Milwaukee, quien había hecho la denuncia contra el sacerdote, indicándole que podía iniciar el proceso y recomendaba, sobre todo, discreción. El proceso secreto se detuvo al intervenir de nuevo Ratzinger, que había recibido una carta de Murphy diciéndole que estaba arrepentido y, además, enfermo. Al final, este sacerdote murió sin ser juzgado ni sancionado, y fue enterrado vestido con su hábito sacerdotal y con todos los honores del caso.
Por otra parte, uno de los casos más graves de pederastia fue la del sacerdote mexicano Marcial Maciel, fundador y director de la Legión de Cristo y quien no solo abusó de muchos niños, sino también de jóvenes que iniciaban el camino del sacerdocio, y de varias mujeres, con las que tuvo seis hijos, de los que también abusó. Además, era adicto a las drogas y publicó un libro que era un plagio en más del 80% de su contenido. Fue protegido por el papa Juan Pablo II y por Benedicto XVI. Al final, este último decretó que Maciel debería renunciar de la Legión de Cristo y pasar el resto de su vida en “oración y penitencia”, lo cual se supone que hizo en una lujosa mansión que poseía. Nunca recibió un verdadero castigo.
La llamada de atención que la ONU hace a la Iglesia católica constituye un hito muy importante en la relación de esta con la sociedad. Durante muchos años se ha conocido de estos abusos criminales contra los niños por parte de muchos sacerdotes que, en su mayor parte, no han sufrido el menor castigo, protegidos por los más altos jerarcas religiosos, incluyendo, en algunos casos, hasta el Papa.
Ya era hora de que se rompiera esta tradición innoble y se tomen medidas verdaderas para terminar, de una vez por todas y para siempre, con este flagelo que han sufrido los seres más inocentes y más débiles como son los niños, a quienes se debe proteger como el tesoro más valioso de la humanidad.