En las políticas públicas nos sobra corazón, pero nos falta cerebro. Es trágico. Abunda la solidaridad, hasta el exceso de la incapacidad. Por encima de aparentes y electoreras diferencias, las corrientes hegemónicas tienen en la inversión social un vértice que las vincula, sin importar ideologías ni banderas. Para sobrevivir, hasta el liberalismo ha tenido que arroparse de harapos socializantes.
La equidad define nuestra alma generosa. ¡Eso es muy lindo! El Estado social de derecho abriga nuestras aspiraciones como pueblo reacio a la polarización, refractario a las brechas y rebelde a la desigualdad. No viene sin bemoles ese loable anhelo, cuando se traduce en obsesión compulsiva que serrucha el piso a todo lo que destaca. Pero, en su esencia, nuestro imaginario colectivo igualitario es sano.
Somos un país ejemplar en políticas redistributivas, pero las más de las veces altamente ineficientes. ¡Eso sí que es feo! Desde doctrinas aparentemente contrapuestas, comunismo, cristianismo o socialdemocracia, no ha tenido retroceso ese impulso ideal que solo ha sabido profundizar la intervención del Estado para equilibrar brechas. Pero, capítulo tras capítulo, nuestros fraternales intentos se han visto quijotescamente distorsionados por la galopante ineficiencia de nuestras instituciones públicas. Lo nuestro son buenas intenciones, no cabales y eficaces ejecuciones.
Pasividad. Estaremos contentos si no se amenazan abiertamente nuestros intentos socializantes, aunque desfallezca la seguridad social, peligren las pensiones, el salario mínimo siga impago, aumente la desigualdad y la informalidad y los programas de empleabilidad reposen en premisas educativas ineficaces.
Es escandaloso el abandono del aparato productivo, convidado de piedra en las políticas redistributivas, como si fuera posible el avance social sin su concurso. Los loables esfuerzos de encadenamiento productivo y promoción de capacidades, que hemos hecho a puchitos, son solo una esquina de insuficiente impulso y no eje prioritario de una política de Estado.
Sin políticas productivas, la política social es coja y sin política social las políticas productivas son ciegas. Inútil razonamiento ese, en un país que mira siempre bajo sospecha la creación de riqueza.
Como aquí todo lo hemos más o menos mal copiado, se nos olvida que las políticas de transferencias que aquí plagiamos, donde tuvieron origen venían acompañadas con fomentos fiscales a la inversión productiva. Mal imitamos a países cuyas políticas redistributivas incluían, al menos de forma incipiente, políticas industriales y entrenamiento laboral pertinente.
Aquí hasta la educación dual se las ha visto a palitos y no podrá despegar con la camisa de fuerza que le ha puesto la demagogia populista de nuestro ciego y sordo sindicalismo.
El INA. En el espíritu de justicia social que nos caracteriza, el Instituto Nacional de Aprendizaje (INA) fue siempre la joya de la corona, para mejorar la capacidad de empleabilidad de la población. Esa institución es la más importante esperanza de movilidad social para la juventud de bajos recursos y complementa de forma indisoluble las más innovadoras políticas de transferencias redistributivas.
Como se repite y repite, el INA representa el salto cualitativo entre dar pescado y enseñar a pescar. El problema es si lo logra. Si no está cumpliendo esa función, están destinadas al fracaso todas las políticas sociales que le acompañan.
Nada rompe más nuestro desconsuelo que los recientes reportajes sobre la crisis estructural del INA ( La Nación, 9/10/2017). Ahí quedó al desnudo cómo ha dejado en la impotencia y desesperanza a varias cohortes de miles y miles de jóvenes que buscaban superarse con entrenamiento técnico adecuado a las demandas del mercado laboral.
Un reciente estudio nos da cuentas de una situación que debería convertirse en un escándalo mucho más impactante que el cemento chino. Pero nos revelamos impermeables a la esencia de las cosas. Lo nuestro es solo lo que suena. A pesar del destacado posicionamiento que le quiso dar La Nación, el reportaje del fracaso estructural del INA sigue, esencialmente, inadvertido.
Las vacas flacas de nuestros tiempos no impidieron que el presupuesto del INA creciera más que la producción y se haya casi duplicado en siete años. Su planilla aumentó y se mejoraron sus condiciones laborales, con ocho horas menos a la semana que el sector privado.
En ese mismo período, su número de egresados disminuyó casi un 40% y, según su propio informe, “la cantidad de egresados es inferior al de instituciones con un tercio de su presupuesto”.
Sin empleo. Eso es ya serio. Pero no sería tan grave si el tránsito por el INA sirviera, al menos, para mejorar sustancialmente la empleabilidad. Desdichadamente, ese no es el caso. Solo uno de cada cuatro graduados logra empleo en lo que ahí estudió. Siguen sin trabajo tres de cada cinco desempleados que vieron al INA como la llave de su progreso.
¿De quién es la culpa? No del sector privado, donde el 35 % de los empleadores siguen sin encontrar personal idóneo y la mitad de las empresas se ven obligadas a financiar programas formativos propios para suplir esa carencia, a pesar de ya financiar obligatoriamente al INA.
Por eso al INA no son recursos los que le faltan para permitir que su jerarca gane todas las competencias de viaje entre los presidentes ejecutivos.
¿Es nueva esa situación de inadecuación de los currículos formativos del INA a las demandas empresariales? ¡Claro que no! Desde hace años se reconoce esa situación y la respuesta ha sido, hasta ahora, muy a la tica: financiar estudios y diagnósticos.
El gobierno del cambio dejará igual o peor al INA, pero, eso sí, con un nuevo y millonario diagnóstico, cuyos resultados los conocerá solamente la próxima administración. ¿Por qué ofrece el INA tan baja inserción laboral?
Después de tres años en el cargo y más de 20 viajes, su presidente ejecutivo responde que no sabe. Eso sí es una imperdonable tragedia nacional.
La autora es catedrática de la UNED.