Elie Wiesel, sobreviviente de los campos de concentración y Premio Nobel de la Paz, quien falleció hace unos meses, dijo que “dondequiera que hombres y mujeres sean perseguidos por su raza, religión u opiniones políticas, ese lugar debe convertirse –en el momento– en el centro del universo”.
Lamentablemente, el universo a fines del año 2016 tiene muchos “centros”. Resulta difícil enfocar nuestros esfuerzos en una única dirección, frente al drama ignominioso de la muerte de cientos de miles de civiles en Siria, los cobardes ataques terroristas en distintas ciudades de Europa, África y el Medio Oriente, la persecución de minorías en Birmania, la pseudolimpieza antidrogas en Filipinas, el recrudecimiento de crímenes de odio en varios países de Occidente, y un largo etcétera.
Los noticieros nos inundan de imágenes que nos llenan de horror pero que, a fuerza de saturación, también nos desensibilizan y nos impulsan a asumir los espantos del siglo XXI como la nueva realidad que nos toca vivir.
Es precisamente en estos momentos en que se pone a prueba nuestro compromiso y se evalúa nuestra capacidad de ser centinelas de la paz, la democracia y la libertad de los pueblos. No podemos costearnos la fatiga en la lucha por los derechos humanos.
Veo signos preocupantes de esa fatiga en nuestra propia América Latina. Cuando hace un año la oposición derrotó al chavismo en las elecciones parlamentarias de Venezuela, muchos esperaban que ese fuera el inicio de una transición democrática.
Oportunidad perdida. El régimen de Nicolás Maduro tuvo en sus manos la oportunidad de establecer un proceso de apertura y diálogo que empezara con la liberación de los presos políticos, y le permitiera convertir al chavismo en una fuerza política que perdurara aún después de una consulta revocatoria o una derrota electoral en las elecciones presidenciales. En cambio, Maduro decidió incendiar los puentes y los barcos, atrincherarse en el poder y apretar aún más el puño en contra de sus adversarios.
Cualquier sombra de justicia que quedara aún en el régimen chavista se disipó en el año 2016. Las violaciones a los derechos humanos no solo continuaron sino que se profundizaron.
Antes que nada, está la terrible afrenta de un régimen que se aferra a sus delirios políticos y a sus teorías de la conspiración frente a un pueblo que padece hambre. A eso se suma la situación de los presos políticos, que no solo sufren prisión por el hecho de pensar distinto, sino que, además, padecen enfermedad y condiciones infrahumanas frente a la total pasividad de las autoridades venezolanas.
La historia juzgará a quienes, sabiendo lo que ocurría en Venezuela, decidieron mirar en otra dirección. Yo me rehúso a bajar los brazos. Nuevamente pido a la comunidad internacional que vuelque la atención sobre nuestros hermanos venezolanos y que ejerza presión sobre el gobierno de Nicolás Maduro para que libere a todos los presos políticos.
La defensa de los derechos humanos no debería tener tinte ideológico o partidario. No hay que ser de derecha o de izquierda para alarmarse ante la crisis humanitaria que actualmente atraviesa Venezuela. Simplemente hay que ser demócrata y creer en la dignidad de todos los seres humanos.
El autor es expresidente de la República y Premio Nobel de la Paz.