Leo y sigo leyendo, con no poco aturdimiento, que a pesar de lo avanzado que vamos ya dentro del siglo XXI, las estructuras de poder se flexibilizan, se mueven y se acomodan, pero no para ceder espacio, nunca caigamos en ese error, sino más bien para reorganizar las filas y hacer más efectiva la batalla. Porque sí, esto de la masculinidad hegemónica es una batalla que jamás se detiene, nunca cede un milímetro ni descansa un segundo.
Es esa masculinidad tóxica que nos entra desde un gran número de actores sociales y desde que somos muy pequeños; canalizada en cientos de mensajes directos e indirectos, eso sí, todos mensajes que se vuelven naturales por medio de la violencia física, verbal o psicológica: no llorés, no te dejés de los otros, debés ser siempre fuerte y racional, debés ligar a todas las muchachas, debés ser el número uno, naciste para conquistar, los hombres somos más inteligentes, más atléticos, más capaces, en fin, superiores a ellas que, por otro lado, son más sensibles, sentimentales, dóciles y sumisas.
Así nos llegan miles de mandatos que nos obstaculizan como niño, joven o varón adulto toda posibilidad de ser asertivos, de vivir con empatía y ternura, de mostrar los sentimientos, porque sí, aunque extrañe, los hombres tenemos sentimientos, solo que se nos presiona permanentemente para no compartirlos, ni siquiera con los seres queridos. El silencio se vuelve nuestro compañero constante.
Papel del Estado. El Estado debe apostar por el respaldo a la construcción de masculinidades positivas, sí, así como lo lee, en plural, para tener claro desde el principio que hay una gama riquísima y variada de formas de ser hombre, de entenderse hombre y de expresar ese ser hombre.
Casi podríamos pensar que hay tantas masculinidades como hombres existan en el planeta. Y debe ser apoyado seriamente porque no es un proceso lineal ni simple ni puntual; es, por el contrario, un arduo proceso: un largo camino del cual se conoce el inicio y del que probablemente no se sepa el final, acaso no lo tendrá.
En efecto, revisarse como hombre y en cómo se nos obligó a construirnos hombres, produce grandes temores y congojas, ya que es un proceso espinoso de detenerse desnudo ante el espejo de la conciencia y aceptar que los golpes y fajazos, el aislamiento y la soledad, la burla y los apodos, las miradas recriminatorias y humillaciones recibidas desde niño para comportarse de una cierta manera, siguen haciendo mella en nuestras posibilidades de liberación y de crecimiento.
Solo que es hora de preguntarse: ¿vale la pena seguir cargando esa brasa ardiente que me quema en el pecho y por momentos parece que me hará explotar? ¿Será realmente prudente y sano continuar caminando en soledad cada día con ese maletín cargado de piedras pesadísimas que amenazan con hundirme en la desesperación, todo con tal de no mostrar al resto que tengo debilidades, que sufro, que, al final de cuentas, soy solo un ser humano?
Reglas impuestas. Creo que la vida es muy corta para no darme al menos la oportunidad de valorar lo que la familia, la escuela, la Iglesia y la comunidad como un todo me han planteado como reglas inquebrantables y que, quizás, me estén restando oportunidades de vivir como una persona plena, que se relaciona con otros hombres y con las mujeres en un plano de igualdad, de respeto y tolerancia, donde nadie tiene la verdad absoluta y a la vez cada quien aporta a la construcción de esa verdad desde sus personales experiencias y sentimientos.
Admito firmemente que veo un futuro promisorio en las nuevas generaciones que revisan sus propias construcciones y cuestionan los mensajes que vienen desde un sinfín de direcciones, incluidos sus pares y los medios de comunicación, ya que su valentía motiva a jóvenes y a mayores a buscar nuevos caminos y a crear una luz de esperanza donde la fraternidad sea factible.
El autor es ingeniero.