Hay una suerte de propensión reglamentista que, para mal, afecta la actividad pública y, en consecuencia, a nuestra sociedad.
Rolando Araya la definió con una expresión: una dictadura de incisos. Una tendencia que se manifiesta en múltiples formas. Una de sus tantas manifestaciones es, por ejemplo, lo que se ha dado en llamar la judicialización de la democracia.
Hegel mal concebía que el Estado era la encarnación de la idea, algo así como un superhombre colectivo. Pero, como bien sostenía Jacques Maritain, el Estado debe limitarse a ser, simplemente, un instrumento al servicio del ser humano.
En esencia, el poder público es para el hombre y no el hombre para el poder público. Hacerlo a la inversa es causar que tanto la persona como las sociedades estén indefectiblemente atadas y supeditadas a rígidos legalismos y a menudas letras reglamentistas. Ello, pese a que estas, en innumerables ocasiones, son incluso absurdas. Esa vocación de que casi toda conducta esté prevista dentro de un molde “legalizante” es una noción despótica y una peligrosa inclinación hacia una suerte de totalitarismo inmovilizador.
Peor aún, es arrastrar el sistema hacia un escenario en donde quien controla el aparato reglamentista y su interpretación siempre impondrá su voluntad última. Por ejemplo, sabemos que los mandos burocráticos medios se valen de esa proclividad del sistema para, de manera extorsiva, condicionar la actividad pública.
¡Cuántos subrepticios objetivos se sacian, valiéndose de legalismos, para ejercer caprichosas interpretaciones de las normas de las que ellos son depositarios!
Método inconveniente. Ahora bien, hay un asunto en el que es especialmente peligroso actuar sin libertad y con un reglamentismo cajonero. Se trata del nombramiento de los altos funcionarios designados por la Asamblea Legislativa, como lo son los contralores, magistrados, defensores de los habitantes, superintendentes, altos directivos y demás. Máxime cuando el Congreso ha establecido un método para escogerlos que, por las razones que expondré, puede llegar a resultar muy inconveniente.
No dudo de la buena labor de la Comisión de Nombramientos, y tampoco este artículo es una crítica a quienes esta comisión ha propuesto. Pero el método aplicado es inadecuado.
Resulta que, atenidos a esa inclinación reglamentista, hoy la práctica consiste en que, de la totalidad de los aspirantes, la Comisión de Nombramientos emite una suerte de humo blanco sobre una pequeña y taxativa terna, usualmente no mayor de tres personas que, a manera de cerrojo, está inhibiendo al resto de los diputados para votar candidatos fuera de tal nómina.
El peligro que acarrea este tipo de pequeños candados en las listas es que se presta para que la Comisión no solo filtre, sino que, en términos prácticos, elija a los funcionarios. Y así, finalmente, quienes indirectamente hacen las designaciones son los siete diputados que se ponen de acuerdo, en petit comité, para presentar sus ungidos al resto, con lo cual el grueso de los diputados quedan limitadísimos en su actuar.
Es inimaginable la idea de realizar proposiciones fuera de la lista general de candidatos inscritos. No dudo de que la Comisión de Nombramientos hace su trabajo con objetividad, pero también es hora de que las dignidades se escojan con más libertad.
Equilibrio. ¿Cómo dicta el sentido común que debería ser el nombramiento de los funcionarios más importantes? Debe ser una equilibrada combinación entre dos elementos básicos: vigilancia y libertad de acción al legislador.
Me refiero a que debe resguardarse a toda costa la libertad del legislador, tanto para proponer, como para votar nombres. Esto por cuanto los llamados a ejercer las posiciones deben ser los exponentes más reputados de una profesión, y usualmente los mejores no se ofrecen para ocupar cargos.
Aunque apenas era un muchacho, fui testigo de épocas cuando los nombramientos en cargos públicos de importancia se hacían con plena libertad y, sin embargo, las formas estaban revestidas de dignidad y señorío.
Recuerdo a muchos de mis mentores reflexionar con detenimiento antes de aceptar un cargo que les era propuesto, pues, usualmente, la aceptación de la dignidad pública implicaba rebajar su condición económica o laboral.
Mediocres han existido siempre, pero en aquel entonces había la posibilidad de que los cargos se ofrecieran, con cierta solemnidad, a quienes eran reconocidos como los mejores. Eso ya no sucede. Quien aspira hoy a un nombramiento legislativo debe someterse a una suerte de inconveniente cortejo. En ocasiones este puede llegar a ser indignante.
Es recordado que, tiempo atrás, en un interrogatorio de la Comisión de Nombramientos se llegó al extremo de consultarle a un aspirante el porqué de una cicatriz en el rostro. Este tipo de situaciones inhibe la participación de muchos profesionales y académicos más prestigiosos del país.
No conciben que, para ocupar una dignidad de la que por reconocimiento son merecedores, deban ofrecerse. O, peor aún, someterse a un trato impropio. No aceptan enfrentar una parafernalia que, en muchas ocasiones, amenaza ser humillante.
Los diputados deberían ejercer la costumbre –fuera de su cajón reglamentista– de hacer ofrecimientos y proponer candidatos en el momento cuando lo crean oportuno.
No niego que, en esta época de masificación de la actividad profesional, es indudable que debe existir un filtro para impedir el paso a los aspirantes inconvenientes. Y ese debe ser el sentido de la Comisión de Nombramientos, la cual debe eliminar a los aspirantes deficientes y mediocres, o a aquellos que resulten evidentemente pícaros.
Pero es un filtro primario, nunca una camisa de fuerza que desmotive a los demás legisladores a proponer nombres reputados, como sucede en la práctica actual. Esto implica no caer en mojigaterías.
Lo esencial. Recuerdo que el Dr. Rodolfo Piza Escalante ofrecía un ejemplo de su propia experiencia con objetivos de enseñanza académica.
Se refería a la anécdota de un incumplimiento que tuvo de alguno de esos engorrosos trámites administrativos, el cual omitió y debió resolver combatiendo al sistema.
Es probable que si en aquellos momentos se le hubiese dado una importancia tan estricta al cumplimiento de las convenciones reglamentistas –a lo políticamente correcto– y si aquel incumplimiento hubiese sido reprochado con el celo mojigato que en ocasiones se aplica hoy, Costa Rica hubiese perdido a uno de los jueces más brillantes de toda su historia.
No olvidemos que en la selección de los aspirantes no deben prevalecer las formas en detrimento de lo esencial.
El autor es abogado constitucionalista.