Hace pocos días, un grupo de jubilados sufrió un trágico accidente en Cinchona, que ocasionó el fallecimiento de varios de ellos.
En medio de la tristeza del hecho, no pude dejar de pensar en el mérito de la labor a la que esas personas estaban entregadas ese día, pues se dirigían a llevar ayuda muy necesitada a una comunidad indígena.
Es decir, esos jubilados dedicaban una importante parte del tiempo que su condición de pensionados les brindaba a nobles acciones de voluntariado y servicio al prójimo. Todo un ejemplo de la forma en que mejor se puede vivir esa etapa de la vida.
Lamentablemente, la percepción que hoy tiende a tenerse de quienes han logrado o aspiran a lograr una pensión –en especial de aquellos que laboramos al servicio del Poder Judicial– tiende a ser diametralmente distinta.
Para una buena parte del colectivo nacional, el pensionado (o quien quiera pensionarse) es visto como un delincuente, un vividor, un parásito social que solo piensa en enriquecerse a costa del erario mientras dedica su tiempo a la pura y simple vagabundería. Eso es absolutamente equivocado y, además, profundamente injusto.
Variedad. En el país coexisten varios regímenes de pensión obligatorios o voluntarios, que fueron puestos en vigor por leyes dictadas por razones que hoy pueden parecernos buenas o malas.
Siempre es más fácil juzgar en retrospectiva. Pero lo que está claro es que todos esos sistemas aspiran a un elevado y meritorio objetivo: procurar que los años de retiro y vejez puedan ser vividos en condiciones lo más dignas y autosuficientes que sea posible.
Los mencionados regímenes tienen características distintas, que pueden dar lugar a la percepción de que algunos brindan privilegios excesivos, sin que sus beneficiarios tengan que dar nada o muy poco a cambio.
Este es claramente el caso con relación al régimen de pensiones del Poder Judicial, diseñado hace más de siete décadas, cuyas particularidades desconocen muchas de las personas que hoy lo combaten tan denodadamente.
En efecto, se ignora que el 68% de los beneficiarios directos y el 92% de los indirectos –por ejemplo, el cónyuge de un jubilado fallecido– reciben un monto que no excede de ¢1,5 millones.
Se ignora también que a los funcionarios judiciales se nos retiene y deduce una cantidad sustancialmente mayor de nuestro salario como aporte al Fondo (un 11%), que el que contribuyen los destinatarios de otros sistemas (2,84% en el caso de los beneficiarios del régimen de la CCSS, por ejemplo).
También se ignora que, una vez jubilados, a los servidores judiciales se nos continúa deduciendo el aporte para la sostenibilidad del régimen, cosa que no ocurre en otros esquemas de pensión.
A favor de reformas. Es importante que se sepa que la inmensa mayoría de los trabajadores del Poder Judicial no estamos, ni hemos estado nunca, en contra de que se den reformas que aseguren la justeza y la subsistencia del régimen de pensiones.
Por el contrario, somos los primeros interesados en esta revisión, pues es obvio que de ello depende que lleguen a ser una realidad los beneficios futuros por los que ahora trabajamos y cotizamos.
La labor que en esta dirección ha venido desplegando el frente de organizaciones gremiales de este Poder de la República ha sido seria y responsable.
Somos plenamente conscientes de que la pensión no puede constituirse en un mecanismo de abuso o de enriquecimiento injusto de nadie (las llamadas “pensiones de lujo”), por lo que deben existir topes.
Tan solo aspiramos a que esta remuneración sirva para lograr el objetivo indicado: el de hacer posible un retiro en condiciones razonablemente dignas y a una edad que brinde una posibilidad real de poder continuar desarrollándonos como personas en los años venideros.
Sabemos que en estos temas hay que ser tanto realistas como solidarios. Bienvenida sea, por tanto, la discusión constructiva y basada en criterios técnicos sobre estos asuntos.
El autor es abogado.