Hace doce años, luego de la doble elección del 2002, publiqué aquí mismo un comentario titulado “Cómo evitar otra segunda ronda” ( La Nación , 23 de mayo del 2002), cuyas consideraciones vuelven a adquirir interés en estos momentos.
En aquel entonces, resumí los inconvenientes de un sistema electoral como el que actualmente tenemos y que vale la pena rescatar:
Cuando una segunda ronda se ve probable, en la primera elección los ciudadanos no necesariamente manifiestan su verdadera preferencia en las urnas –como se desearía– sino que tienden a emitir el llamado “voto útil”.
En este escenario, la multiplicidad de opciones partidarias, en vez de enriquecer la democracia, paradójicamente, la empobrece, al impulsar a los electores a votar de un modo que aleje el peligro de una segunda vuelta riesgosa, como ocurrió en Francia, cuando una excesiva fragmentación política trajo, en el 2002, un escenario de pesadilla, en el que la extrema derecha neonazi avanzó a la segunda ronda en las elecciones que, eventualmente, ganó Jacques Chirac.
La necesidad de una segunda votación genera un gran cansancio y apatía en los ciudadanos, quienes deben afrontar una extensión no deseada del período de proselitismo y propaganda política, desde febrero hasta abril.
La dirigencia de los partidos que quedan en la contienda deben reunir energías y financiamiento adicional para la segunda etapa, con los consiguientes apuros.
El TSE debe gastar una gran cantidad de dinero del erario público para organizar los nuevos comicios (¢2.300 millones para este año).
De cara a la segunda ronda, los partidos se ven tentados –cuando no obligados– a hacer concesiones y componendas para atraer el voto de los seguidores de las agrupaciones que quedaron fuera del proceso.
El abstencionismo tiende a crecer en la segunda vuelta, lo que desemboca en que el candidato triunfador llegue al poder con una menor legitimación democrática (en el 2002, don Abel Pacheco obtuvo apenas un 34,05% del total de electores habilitados).
Los ciudadanos que apoyaron a candidatos minoritarios o fuerzas emergentes en la primera vuelta, quedan con la sensación de que su voto sirvió de poco o nada.
La toma de decisiones políticas y sus correspondientes acciones se posterga, con la consiguiente incertidumbre. Además, el candidato vencedor ve significativamente reducido el plazo para organizar su gobierno, en comparación con el del que dispondría cuando la elección se decide en febrero.
El ERI. Frente a toda esta problemática, señalé que existe, cuando menos, una alternativa que se aplica en diversos lugares del mundo (Irlanda, Australia, India, entre otros), conocida como el sistema de “elecciones con resolución inmediata” (ERI) y que esquemáticamente se desarrolla así:
1) Al igual que ocurre ahora, en el sistema ERI cada votante, el día de las elecciones, comienza por marcar en la papeleta su fórmula presidencial favorita.
Pero, a diferencia del sistema vigente, tiene la opción –pero no la obligación– de señalar a cuál o a cuáles otros candidatos prefiere, en orden de más a menos, para el caso de que su favorito no logre alcanzar el porcentaje mínimo para triunfar.
Es decir, asigna un 1 a su candidato predilecto, un 2 a quien considere la segunda mejor opción, 3 a la siguiente, y así sucesivamente.
2) Si, efectuado el escrutinio de los votos, un partido logra reunir el porcentaje mínimo establecido como primera opción de los votantes, el proceso concluye y se le declara ganador, igual que con el sistema actual.
3) Sin embargo, si ninguno alcanza el umbral fijado (40% en nuestro sistema), se descarta al partido que obtuvo menos votos como primera opción de los electores y sus sufragios se distribuyen entre los demás participantes, atendiendo a lo que cada votante determinó como su segunda alternativa.
4) Si algún candidato obtiene el mínimo necesario, vence y el proceso concluye.
De lo contrario, se repetirá el paso anterior tantas veces como sea necesario para resolver la elección.
Tiempo y ahorro. Es interesante anotar que con las ERI el porcentaje mínimo para triunfar perfectamente podría elevarse al 50% y fracción (es decir, a la mayoría absoluta), conduciendo a una elección democrática ideal. El procedimiento de resolución garantiza que habrá siempre un ganador.
Además, conviene aclarar que el recuento de votos del paso 3 no se haría en las juntas electorales sino en el TSE, aprovechando que las papeletas ya fueron separadas por partido en las juntas.
En aquellos procesos en los que no se alcance la mayoría y se deba aplicar un mecanismo como la ERI, la definición del resultado ciertamente tardaría más, solo unos pocos días. Pero esa demora sería obviamente menor a la de los dos meses que toma efectuar una segunda ronda conforme el sistema tradicional y la breve espera bien vale la pena para evitar los inconvenientes señalados arriba.
La modificación del sistema actual requeriría una reforma del artículo 138 de la Constitución Política, así como de los subsiguientes ajustes a nivel legal. Ese proceso no sería fácil ni breve, pero pienso que el país, tarde o temprano, deberá dedicar la necesaria voluntad política a hacerlo. Cuanto antes, mejor. Los beneficios que se obtendrían lo ameritan.